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Uno de los sapos amargos de las negociaciones de paz es ver cómo los gobiernos de turno deben extender beneficios a criminales abominables, como la protección con esquemas de seguridad pagados por nuestros impuestos, mientras hay tantos líderes sociales y ciudadanos perseguidos y asesinados por la violencia de esos grupos y sus similares desprotegidos. Precisamente por eso mismo el Estado debe ser muy cuidadoso y, ante todo, estricto, para que esas operaciones no terminen en abusos que den a entender que el alzamiento en armas termina siendo premiado. Eso es, tristemente, lo que parece haber ocurrido con la caravana de camionetas de la Unidad Nacional de Protección (UNP) que transportaba a criminales del Estado Mayor Central (EMC) que no podían estar allí.
El Ejército detuvo varias camionetas de la UNP y adentro encontró una miscelánea de delitos. No solo estaban transportando a 18 disidentes del EMC, varios de ellos con órdenes activas de captura, sino que encontraron más de $60 millones en efectivo, distintas armas y, según algunas versiones, hasta lingotes de oro. La imagen que ha producido indignación no puede exagerarse: bajo custodia oficial, pagada con dineros públicos y utilizando recursos que tantos otros líderes sociales amenazados necesitan, iban cometiendo crímenes personas que no han llegado a un acuerdo con el Estado, que traicionaron el Acuerdo de Paz con las FARC y que siguieron causando zozobra durante años. ¿Cómo es posible que algo así ocurra?
Las explicaciones de Augusto Rodríguez Ballesteros, director de la UNP, y Camilo González Posso, negociador del Gobierno con el EMC, son insuficientes. Palabras más, palabras menos, apuntan a que había unas reglas claras y que el EMC las incumplió. ¿No tiene el Estado capacidad de saber qué ocurre en sus vehículos oficiales? ¿De monitorear quiénes los usan? ¿De hacer valer las líneas rojas que el mismo Gobierno ha trazado?
Para completar el panorama, la fiscal general de la nación, Luz Adriana Camargo Garzón, expidió un comunicado con posibles interpretaciones problemáticas. Al referirse a uno de los capturados que no tenían orden de captura vigente, escribió que “la suspensión de las órdenes de captura se hace extensiva a las situaciones de flagrancia”. En este caso particular, se refería a la posesión ilegal de armas. Empero, las implicaciones son preocupantes: ¿significa esto, entonces, que los miembros del EMC pueden cometer cualquier tipo de delito y, si son vistos en flagrancia, no hay nada que las autoridades puedan hacer? ¿No debería ese beneficio estar condicionado a normas de razonabilidad? Sería útil que el ente investigador lo aclare sin medias tintas en futuras comunicaciones.
El daño, en todo caso, ya está hecho. El ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, dijo que “tenemos que expresar con toda claridad que es inaceptable que a un esquema de protección que el Gobierno está dando para garantizar unas negociaciones de paz se le dé una utilización indebida”. Por su parte, el presidente de la República, Gustavo Petro, escribió que “los que no estaban cobijados por la medida de levantamiento de la orden de captura pasan a los procesos penales de rigor que se les adelantan”. Son respuestas adecuadas, pero queda la pregunta más importante: ¿cómo convencer a los colombianos de confiar en diálogos de paz que tropiezan en cada paso que van dando?
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