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Se cae por su propio peso el negacionismo que sectores políticos han adoptado para referirse a las ejecuciones extrajudiciales. Se tiene que caer por su propio peso, especialmente después de escuchar los desgarradores testimonios de 10 militares y un civil ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) esta semana. Es inaceptable que la actitud oficial, impulsada desde el Gobierno Nacional, sea la de seguir minimizando la ocurrencia de una alta traición a la patria, de crímenes atroces cuyas heridas están lejos de cerrarse.
Navegar por las palabras de los militares en la audiencia de reconocimiento de responsabilidad de la JEP en Ocaña, Norte de Santander, es adentrarse en un relato de terror que va más allá de lo que ha conocido este país en su violenta historia. Se trata de representantes del Estado que engañaron a personas inocentes para asesinarlas, disfrazarlas de criminales y presentarlas como el gran éxito de una política de seguridad inflada a punta del sufrimiento de miles de familias. Prestar atención a lo que se dijo esta semana en la justicia transicional ensombrece los discursos oficiales que, desde la presidencia de Álvaro Uribe, han intentado minimizar estos hechos. Qué importante es, entonces, que estos espacios se abran y se apoyen desde la institucionalidad misma, porque la pregunta abierta que queda es urgente: ¿qué hacemos con todo este dolor por resolver? ¿Cómo podemos hablar de reparación ante horrores impensables?
“Yo ejecuté, yo asesiné a familiares de los que están acá llevándolos con mentiras, con engaños. Les disparamos cruelmente, cobardemente, y manchamos su nombre y el de su familia. Dejamos a unos hijos sin padre, a una madre sin hijos. Pido perdón a Dios. Hicimos un teatro para mostrar supuestos combates. Quiero aclararlo acá: lo que asesinamos fueron campesinos”, dijo Néstor Guillermo Gutiérrez, por entonces cabo primero del Ejército.
“A este joven lo sacamos con mentiras un día de la casa, hicimos que se nos presentara para una carrera porque él era un mototaxista y con engaños lo hicimos salir del pueblo de Ocaña para entregarlo al mayor Rivera para que procediera al asesinato vil que cometimos con él”, dijo Rafael Antonio Urbano, sargento segundo del Ejército.
“Sus seres queridos que perdieron la vida en estos falsos combates nunca fueron combatientes, ni delincuentes, ni pertenecían a ninguna estructura criminal. Fueron personas de bien, campesinos, trabajadores, que fueron acechados, secuestrados y llevados a sitios donde las tropas los ultimaron en estado de indefensión y les colocaron armas solo con la finalidad de mostrar resultados operacionales”, reconoció el coronel (r) Gabriel de Jesús Rincón Amado.
Nos repetimos: ¿qué podemos hacer, como país, con todo ese dolor, con la confirmación de una traición que se lleva ocultando durante años? Para empezar, abandonar los discursos negacionistas. En respuesta a la audiencia ante la JEP, el presidente Iván Duque dijo que “es muy importante hacer la diferenciación de esas conductas individuales con lo que ha sido siempre el criterio institucional basado en el honor y el servicio”. En otras palabras: que se trató de “manzanas podridas”. Pero lo que ha podido demostrar la justicia transicional es que no estamos ante casos aislados, sino una persecución sistemática de personas inocentes para ser presentadas como bajas en combate. Ahora sabemos, por ejemplo, que las víctimas de estas ejecuciones eran mayoritariamente hombres entre los 25 y 35 años, habitantes de zonas rurales en su mayoría agricultores o comerciantes, señalados sin pruebas de pertenecer a la guerrilla. Todos separados de sus familias mediante engaños.
Duele que el Ejército Nacional esté en el centro de hechos tan terribles, pero ocultarlos, minimizarlos o negarlos no hace que la verdad desaparezca. Para sanar, para pasar la página, la justicia tiene que llegar a todos los rincones del país. Y para que llegue lo primero es el reconocimiento de la verdad. No hay de otra.
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