Es una casualidad que lleguemos a plantear un especial editorial sobre lo que nos une al mismo tiempo que el país se sumió en una discusión agresiva alrededor de la idea de convocar una constituyente. Nuestro norte editorial estaba definido hace varias semanas y, sin embargo, aterriza en un aparente contraste con lo que ocurre en Colombia. Es importante la pregunta de por qué la propuesta de una Asamblea Nacional Constituyente, que en esencia es una invitación a que el país abandone la polarización, se siente a conversar y apruebe las reglas y los principios que construyen nuestro proyecto de nación, ha sido recibida como una amenaza, como un acto de espejismo político y como una oportunidad más para dividirnos. ¿Es utópico pedir puntos de encuentro, de unión?
Una razón para las divisiones profundas es la actitud del presidente Gustavo Petro y de sus aliados. Llegan a la idea de una constituyente por su fracaso en el Congreso, después de año y medio de una Presidencia que prometió unir y se ha dedicado a la estigmatización de quienes la critican. Una de las tantas declaraciones del mandatario esta semana ejemplifica esto muy bien. “Muchos de los que se oponen a un proceso constituyente”, escribió en su cuenta de X, “son amantes de la gobernanza paramilitar y el régimen de corrupción”. Difícil creer en el propósito de diálogo convergente cuando la Casa de Nariño acusa a muchos de sus oponentes de ser cómplices del crimen. Trae ecos de otros gobiernos, donde la oposición se equiparaba a tener afinidades con las guerrillas. Cuando la política se entroniza como el arte de destruir cualquier legitimidad del contrario, no hay conversación posible ni posibilidad de buscar puntos de encuentro.
Es cierto que un sector de la oposición política se ha atrincherado también en la calumnia y la injuria. Los improperios contra el presidente Petro y sus copartidarios reemplazaron el diálogo democrático. El Congreso, siempre respaldado por sus normas procedimentales, se la pasa entre el deseo de obtener réditos burocráticos y el de torpedear cualquier propuesta que venga de la Casa de Nariño. Había pasado en gobiernos anteriores, solo que en este por fin tienen votos suficientes para lograrlo. Y ni hablar del tipo de lenguaje que se está empleando sobre los opositores políticos, como lo discutimos en este espacio hace una semana.
Hablar de unión no implica eliminar lo que nos diferencia, pero sí comprender que la convivencia conlleva diálogo, ceder, reconocernos como seres dignos a pesar de las distancias ideológicas y, sobre todo, recordarnos que tenemos un propósito común de país. La Constitución de 1991, con todas sus fallas, fue un gran paso en ese sentido: su éxito se debe a que, en un momento de crisis nacional, supo convocar a las distintas colombias. La imagen de sus tres presidentes, Horacio Serpa, Álvaro Gómez Hurtado y Antonio Navarro Wolff, representantes de idearios muy disímiles, fue un simbolismo elocuente sobre lo que se buscó y se consiguió. Tres décadas después, la constituyente propuesta se plantea como un conteo de cabezas, de votos. La fundamenta la idea débil y peregrina de que hay unas reformas aclamadas que están siendo obstaculizadas por enemigos del pueblo. La realidad es mucho más compleja y requiere reflexión.
¿Qué nos quedará después de tanto fuego retórico? La democracia no puede ser imposición de mayorías. Para cambiar de tono, ya que el liderazgo político anda decidido a ponernos a pelear entre compatriotas, les dejamos esta invitación a buscar lo que nos une.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a elespectadoropinion@gmail.com.
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Es una casualidad que lleguemos a plantear un especial editorial sobre lo que nos une al mismo tiempo que el país se sumió en una discusión agresiva alrededor de la idea de convocar una constituyente. Nuestro norte editorial estaba definido hace varias semanas y, sin embargo, aterriza en un aparente contraste con lo que ocurre en Colombia. Es importante la pregunta de por qué la propuesta de una Asamblea Nacional Constituyente, que en esencia es una invitación a que el país abandone la polarización, se siente a conversar y apruebe las reglas y los principios que construyen nuestro proyecto de nación, ha sido recibida como una amenaza, como un acto de espejismo político y como una oportunidad más para dividirnos. ¿Es utópico pedir puntos de encuentro, de unión?
Una razón para las divisiones profundas es la actitud del presidente Gustavo Petro y de sus aliados. Llegan a la idea de una constituyente por su fracaso en el Congreso, después de año y medio de una Presidencia que prometió unir y se ha dedicado a la estigmatización de quienes la critican. Una de las tantas declaraciones del mandatario esta semana ejemplifica esto muy bien. “Muchos de los que se oponen a un proceso constituyente”, escribió en su cuenta de X, “son amantes de la gobernanza paramilitar y el régimen de corrupción”. Difícil creer en el propósito de diálogo convergente cuando la Casa de Nariño acusa a muchos de sus oponentes de ser cómplices del crimen. Trae ecos de otros gobiernos, donde la oposición se equiparaba a tener afinidades con las guerrillas. Cuando la política se entroniza como el arte de destruir cualquier legitimidad del contrario, no hay conversación posible ni posibilidad de buscar puntos de encuentro.
Es cierto que un sector de la oposición política se ha atrincherado también en la calumnia y la injuria. Los improperios contra el presidente Petro y sus copartidarios reemplazaron el diálogo democrático. El Congreso, siempre respaldado por sus normas procedimentales, se la pasa entre el deseo de obtener réditos burocráticos y el de torpedear cualquier propuesta que venga de la Casa de Nariño. Había pasado en gobiernos anteriores, solo que en este por fin tienen votos suficientes para lograrlo. Y ni hablar del tipo de lenguaje que se está empleando sobre los opositores políticos, como lo discutimos en este espacio hace una semana.
Hablar de unión no implica eliminar lo que nos diferencia, pero sí comprender que la convivencia conlleva diálogo, ceder, reconocernos como seres dignos a pesar de las distancias ideológicas y, sobre todo, recordarnos que tenemos un propósito común de país. La Constitución de 1991, con todas sus fallas, fue un gran paso en ese sentido: su éxito se debe a que, en un momento de crisis nacional, supo convocar a las distintas colombias. La imagen de sus tres presidentes, Horacio Serpa, Álvaro Gómez Hurtado y Antonio Navarro Wolff, representantes de idearios muy disímiles, fue un simbolismo elocuente sobre lo que se buscó y se consiguió. Tres décadas después, la constituyente propuesta se plantea como un conteo de cabezas, de votos. La fundamenta la idea débil y peregrina de que hay unas reformas aclamadas que están siendo obstaculizadas por enemigos del pueblo. La realidad es mucho más compleja y requiere reflexión.
¿Qué nos quedará después de tanto fuego retórico? La democracia no puede ser imposición de mayorías. Para cambiar de tono, ya que el liderazgo político anda decidido a ponernos a pelear entre compatriotas, les dejamos esta invitación a buscar lo que nos une.
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