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La pandemia nos regresó a las preguntas básicas y esenciales. Una de ellas, tal vez la fundamental, es la referente al hambre. ¿Puede una sociedad dormir tranquila cuando hay personas, familias, sufriendo de hambre? La respuesta debe ser negativa. ¿Por qué ocurría, entonces, incluso antes de que el coronavirus paralizara la economía y empeorara todas las desigualdades? Esa es una de las deudas de las que no podemos escapar. Ahora, el reto es que esos trapos rojos que se han visto en tantas casas de Colombia, y que seguirán multiplicándose, simbolizando un clamor por la falta de alimentación básica, de recursos para subsistir, no se conviertan en la bandera de la crisis. La generosidad no debe detenerse.
Lo escribió William Ospina este domingo en El Espectador: “Colombia es un país necesitado de primeros auxilios. Ya lo era antes de la pandemia, y ahora sí que no podrá salir de su tragedia si no se reinventa de una manera audaz y creadora. Las crisis son para aprovecharlas, y se necesita mucha imaginación y mucho amor por esta tierra para superar los males nuevos de la única manera posible: enfrentando con decisión los males viejos”. El primero en la lista tiene que ser el hambre.
Hasta ahora, la respuesta por parte del Estado ha sido contundente. Se priorizó a las personas más vulnerables, se construyeron redes de apoyo y, pese a todas las limitaciones de las autoridades y nuestros sistemas de información, hemos visto que las ayudas han podido llegar. Sin embargo, el problema va a continuar y, peor, a crecer.
Esa creencia de que el coronavirus afecta por igual a todos, sin distinción de capacidad económica, es falsa. Sí, es cierto que el contagio no discrimina, pero ni todos estamos igual de expuestos, ni todos estamos en las mismas condiciones para enfrentar la crisis. No en vano en Nueva York, por ejemplo, los más afectados por el COVID-19 han sido personas afroamericanas o latinas de los barrios más pobres. El virus y la crisis económica magnifican la desigualdad y aplastan con mayor fuerza a los más vulnerables. Rastrear los trapos rojos que se han levantado en Colombia es, también, armar el mapa de las deudas históricas con quienes viven del día a día, del rebusque.
Por eso, es inspirador, en medio de la angustia, una donatón como la “Bogotá solidaria en casa” del pasado domingo. Las cifras son contundentes: se recogieron $51.696'026.603 durante 12 horas, algo que superó con creces los $24.000 millones que el Distrito quería recoger. Con eso, cerca de 200.000 familias, de las que más lo necesitan, podrán recibir un apoyo. Lo propio había hecho Medellín hace una semana, cuando recolectó $13.100 millones en aportes.
La donación, la generosidad, es un acto de resistencia contra el hambre. También, creemos, es un acto de conciencia: el reconocimiento de que estamos todos juntos en este barco, que no podemos dejar a nadie atrás, que es momento de regresar a las preguntas básicas. ¿La sociedad moderna, para qué?, ¿para el egoísmo o para la solidaridad?
Aquí viene la parte más angustiosa: no será suficiente. La economía seguirá dando tumbos, el contagio seguirá amenazándonos y el hambre seguirá asomándose. Estamos en una maratón, no en una carrera de velocidad. Deberemos volver, una y otra vez, a la solidaridad, a la repartición de los recursos, a extenderles la mano a quienes lo necesitan. No podremos dormir tranquilos, ni hoy ni nunca más, mientras haya personas muriendo de hambre en Colombia.
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