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Tras el fatídico golpe, en momentos en que Zelaya llegaba al final de su mandato, asediado por el mal comportamiento de la economía y enemistado con los sectores más tradicionales de su país, en razón a la excesiva cercanía del presidente venezolano Hugo Chávez, el Congreso encargó a Roberto Micheletti en calidad de presidente interino. Tan pronto éste asumió el poder nombró un gobierno de transición con el que espera gobernar hasta el día de las siguientes elecciones, en noviembre, y no tuvo reparos en afirmar que el ejército de su país fue “benévolo” con el presidente depuesto, de quien dijo debería permanecer en prisión “por los delitos cometidos en diferentes circunstancias”.
Delitos que quizá existieron, pocos lo niegan, pero que de cualquier manera eran remediables a partir de la defensa y exaltación de las instituciones que se dice estaban siendo violentadas. Las vías de hecho, la insistencia en la fuerza ante la incapacidad para frenar la llegada de ideas políticas juzgadas peligrosas e improcedentes, sólo nos confirma que la preservación de la democracia sigue siendo una meta muy difícil de alcanzar.
En sus intentos por hacerse reelegir, Zelaya, político tradicional de ideas usualmente consideradas de derecha o centro-derecha, envalentonado con el socialismo del siglo XXI proclamado por Chávez, intenta saltarse las reglas y pone en peligro el ordenamiento jurídico de su país. Convoca una asamblea constituyente con el objetivo de redactar una nueva Carta Política y recibe el rechazo unánime de las autoridades electorales y la Corte Suprema de Justicia. No obstante lo cual le ordena al ejército hacerse cargo del proceso electoral y como el jefe del Estado Mayor Conjunto, general Romeo Vásquez, se opone, inmediatamente lo destituye. La cúpula militar renuncia y es nuevamente el ejército el que, como en los años aciagos de las repúblicas bananeras, depone al presidente legítimamente electo e impide de esa manera que se lleven a cabo las elecciones.
Como era de esperarse, y es de celebrar, la comunidad internacional toda ha reaccionado de manera enérgica ante el ataque frontal a la democracia en un continente que suponíamos lejano al ruido de las botas. La Asamblea General de la ONU aprobó una resolución que insta a la “inmediata e incondicional” restitución del presidente Zelaya. El Secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), José Miguel Insulza, le manifestó en varias oportunidades al mandatario depuesto su apoyo y su interés en acompañarlo en su regreso. El presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, reiteró que sólo reconocerá a Zelaya como presidente y otro tanto han expresado sus homólogos en América Latina y la Unión Europea. España, como otros países más decididos, ha ejercido presión para que los respectivos embajadores en Honduras sean llamados a consultas.
Tan avasallador apoyo de la comunidad internacional, como es obvio, le dará el impulso necesario al presidente, en exilio en Costa Rica, para regresar al poder. Y sin embargo en su propio país no son pocos, además de los militares, los que se oponen a su mandato. Ni el Poder Judicial ni el Legislativo se resistieron en su momento a la remoción que hoy indigna al mundo entero. Si lo que se quiere es regresar a la normalidad y los cauces institucionales de la democracia ejercida con apego a la Constitución, el presidente Zelaya y la OEA harían bien en pactar alguna negociación que impida una mayor confrontación. Pensar en la viabilidad de seguir adelante con alguna otra consulta popular que no ha sido avalada por los órganos competentes estaría, por demás, más que excluida.
Con todo, en lo que no se repara aún, y debiera hacerse, es en lo débiles que resultan algunas democracias formales de la región ante el acecho de posibles fracturas constitucionales incentivadas por el dinero y las ideas de quienes se resisten a dejar el poder en los tiempos determinados para ello. La de Honduras es una crisis que bien podría repetirse en otros países de la región.