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Siete años de malas decisiones. Esa es la conclusión de la Contraloría General de la Nación sobre Hidroituango, uno de los proyectos más ambiciosos en la historia del país y de cuyo futuro aún depende buena parte del suministro de energía para Colombia. Más allá de todas las consideraciones políticas, que son importantes cuando se anuncia un juicio de responsabilidad fiscal que terminará en plena jornada electoral de 2022, el ruido surgido en torno a este escándalo no debe evitar que todos los involucrados reflexionen sobre lo que se hizo mal y se tomen medidas para que algo así no ocurra en el futuro. Las voces de las comunidades, de los expertos ambientalistas y de quienes pedían más cautela tienen que ser recordadas y evaluadas, además de las responsabilidades que defina la investigación en curso. El fracaso rotundo de estos años de tropiezos es un dolor que Colombia no puede ni debe ignorar.
Desde el principio, Hidroituango nació en medio de polémicas. Los reclamos de las comunidades y las advertencias de expertos en el territorio no fueron escuchados bajo la premisa de que se trataba de un proyecto ambicioso y necesario. Sí, es verdad que el país se va a beneficiar de la hidroeléctrica cuando se ponga en funcionamiento. También es cierto que, en términos de energías menos dañinas para el ambiente, es bueno que se haya realizado esta inversión. Pero eso no borra que en el proceso se tomaron decisiones apresuradas, se cometieron errores costosísimos y no se abrieron espacios suficientes de diálogo y reflexión. ¿Qué nos queda después del afán y la arrogancia? Un desastre cuyos efectos se sentirán por décadas.
Para el contralor Carlos Felipe Córdoba, “las fallas en la hidroeléctrica son el resultado de una cadena de errores desde la planeación, diseño y ejecución”. Sus conclusiones, que han sido acusadas de tener intereses políticos, ya habían sido propuestas por distintas voces desde antes. Es evidente que la hidroeléctrica no entró en operación cuando se había estimado, que la obra terminó costando mucho más de los $6 billones presupuestados en un principio y que en 2018 se causó un serio detrimento ambiental y social a los municipios cercanos a la presa.
La Contraloría estima que el daño fiscal se acerca a unos $2,9 billones, y por eso imputó a 28 personas, incluyendo a Aníbal Gaviria, exalcalde de Medellín (2012-2015); a Luis Alfredo Ramos, exgobernador de Antioquia (2008-2011); al también exgobernador Sergio Fajardo (2012-2016) y al exalcalde Alonso Salazar (2008-2011). Todavía no hay una decisión, pues el proceso permite que los imputados se defiendan y se estima que esto pueda llegar hasta 2022, justo en la mitad de la carrera por la Presidencia.
Por supuesto, si hubo negligencia u omisión, deberán responder los involucrados. Pero la pregunta de fondo permanece: ¿qué aprenderá Colombia de este desastre? ¿Cambiará la forma de planear y ejecutar proyectos ambiciosos? ¿Seguirán primando los razonamientos económicos sobre los ambientales y sociales? ¿O se seguirá promoviendo la idea de que lo ocurrido fue inevitable y que no se hizo nada mal? Después de siete años de malas decisiones, ¿qué nos queda?
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