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Dos aspectos del escándalo sobre la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (Ungrd) muestran las raíces de un problema mucho más preocupante. El primero es el detalle, compartido en los chats de Sneyder Pinilla que publicó Noticias Caracol, de que tres contratos iban a firmarse con base en emergencias inventadas o sobredimensionadas para burlarse de la ley. El segundo es que todo este entramado se construyó en torno a una entidad creada para ayudar a los más vulnerables. Debido a que se trata de inversiones “urgentes”, las normas de contratación se flexibilizan y es precisamente por eso que la unidad ha sido utilizada como caja menor para operar el clientelismo. Más allá de las responsabilidades individuales que tendrá que definir la justicia, hay una falla estructural como país. Si seguimos entendiendo la política como una relación transaccional entre congresistas y gobiernos, es imposible luchar contra la corrupción.
Según la matriz de cooperación con la justicia que presentó Sneyder Pinilla, contratos por $92.000 millones se ejecutarían en los departamentos de Córdoba, Bolívar y Arauca. El exsubdirector de la Ungrd dijo que, a su entender, el propósito era desviar recursos para que congresistas se vieran beneficiados y cobraran una tajada de los contratos. Lo mismo repitió Olmedo López, quien ha dicho que era claro para él que su labor consistía en obtener apoyos en el Congreso para los proyectos del Gobierno. No es la primera vez que algo así ocurre y muestra que, por más discursos anticorrupción, en la rama legislativa sigue la dinámica de pedir favores a cambio de votos.
Voces en la tecnocracia han defendido la mal llamada “mermelada” en el pasado, aunque sotto voce. La lógica, que presentan como realpolitk, es que los beneficios que produce aprobar reformas justifican los métodos transaccionales, incluyendo las corruptas. Si el Congreso funciona de esa manera, pues el presidente de turno debe construir sus coaliciones hablando ese lenguaje. De labios para afuera hay promesas anticorrupción, pero en la práctica, en los presupuestos nacionales, en las entidades que se adjudican a determinados políticos de tal forma que puedan repartir su propia burocracia, otra es la historia.
A tiempo con el escándalo de la Ungrd, esta semana supimos que la Corte Suprema de Justicia condenó a seis años de cárcel al exsenador Musa Besaile. Esto porque se probó que pagó “una suma importante de dinero para resultar favorecido en un proceso penal adelantado en su contra por la Corte Suprema de Justicia”. En el Cartel de la Toga hubo magistrados de la Corte involucrados con políticos que, durante la administración de Juan Manuel Santos, fueron claves para sostener la “unidad nacional”. Otra muestra de una corrupción normalizada y disimulada hasta que se vuelve insostenible y llega a niveles nauseabundos.
Estamos frente a una resignación cultural con el delito, a una incapacidad de exigir decencia en nuestros servidores públicos. Es la misma lógica que, en las ciudades, justifica a alcaldes que “roban pero hacen obras”. Si no hay líneas claras que no se cruzan, si se instala el cinismo como moneda de cambio política, no habrá escándalo ni cruzada anticorrupción que valga. Confiamos en que las escandalosas revelaciones del uso de recursos tan vitales para el enriquecimiento ilegal de unos mercenarios del poder nos hagan despertar para dejar de tolerar tamaña infamia.
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