¿La reforma para qué?
Ahora que el Gobierno, a regañadientes, ha comenzado a reconocer que se viene una reforma tributaria de gran calado —una que no se circunscribirá únicamente a mantener el llamado 4 x 1.000 y el impuesto al patrimonio—, es indispensable que la sociedad reciba garantías sobre el buen uso y el destino correcto de las nuevas cargas impositivas.
El Espectador
Los colombianos tenemos buenas razones para mirar con suspicacia los aumentos de impuestos. La última vez que el Gobierno propuso mantener el 4 x 1.000, un tributo particularmente dañino, que induce la informalidad y fortalece la economía subterránea, fue para financiar sus apresurados compromisos para resolver, como fuera y a las volandas, los paros agrarios. Y no nos fue nada bien. Se mandó plata a chorros para sostener el precio del café, un subsidio que los expertos caracterizan como nocivo, que apenas alivia pero que no resuelve la escasa competitividad del sector cafetero. De la misma manera y a grandes costos de dudoso beneficio, se crearon con otros manifestantes compromisos presupuestales que en nada contribuyen a la modernización del campo ni a la reducción de la pobreza.
El país, asimismo, se enteró horrorizado del volumen que ha alcanzado la llamada “mermelada”, o sea, las partidas regionales que impulsan las campañas de los grandes electores del Congreso consentidos del Gobierno. El Ministerio de Hacienda está aprobando sumas extravagantes, del tamaño de los ingresos completos de municipios medianos, para asegurar las copiosas votaciones de los grandes caciques amigos. Salvo las protestas y denuncias aisladas de los medios, ningún organismo de control, que se sepa, averigua siquiera al respecto. Este adefesio ya hace parte del paisaje presupuestal colombiano.
El problema es estructural. Desde hace años, para hacer posible los arreglos del proceso 8.000, los votos de la parapolítica, la reelección y tantas cosas semejantes, se fue desmontando el andamiaje presupuestal que exigía que los gastos e inversiones estuvieran precedidos de análisis de factibilidad y de planeación del buen uso de los recursos. Ya sin frenos ni cortapisas, la “mermelada” crece y fluye sin problema de la Tesorería de la Nación hacia proyectos dudosos que amalgaman los arreglos de gobernabilidad de la administración de turno. Políticos, contratistas y funcionarios gozan del sistema.
El Gobierno Nacional parece pensar que puede comprometerse a mayores gastos, como los que se acuerdan con los congresistas o los que se firman cuando capitula atolondradamente frente a los gremios, las dignidades y cuantos grupos paran y obstruyen carreteras. Los ministros parecen tener la seguridad de que el Congreso va a aprobar lo que le pidan (para eso está la “mermelada”, al final de cuentas) y que las empresas y los contribuyentes van a pagar más impuestos en forma dócil y sumisa.
La sociedad civil, los gremios, los universitarios y los medios debemos exigirle al Gobierno que nos informe con claridad sus intenciones. No puede ser que en forma mecánica y desprevenida el Congreso acepte que el Gobierno les meta la mano al bolsillo a los colombianos con el IVA o con un agigantado impuesto al patrimonio sin que exista justificación o mérito suficiente. Si se aprueban estos sacrificios, el Gobierno debería, como contraparte, desmontar tanto gasto innecesario y sospechoso, eliminar exenciones y privilegios tributarios y, asimismo, comprometerse a montar esquemas de controles y rendimiento de cuentas como nunca antes han existido en el país.
Si no se da un debate a fondo sobre esta catarata de impuestos, la clase política, que deriva siempre ventajas de los mayores ingresos del Gobierno, tomará todavía una mayor fuerza y, por esta vía, se seguirá debilitando la democracia colombiana. Y, lo peor, se menguará el crecimiento económico y el proceso de inversión que han impulsado un período, breve pero afortunado, de prosperidad y trabajo.
Los colombianos tenemos buenas razones para mirar con suspicacia los aumentos de impuestos. La última vez que el Gobierno propuso mantener el 4 x 1.000, un tributo particularmente dañino, que induce la informalidad y fortalece la economía subterránea, fue para financiar sus apresurados compromisos para resolver, como fuera y a las volandas, los paros agrarios. Y no nos fue nada bien. Se mandó plata a chorros para sostener el precio del café, un subsidio que los expertos caracterizan como nocivo, que apenas alivia pero que no resuelve la escasa competitividad del sector cafetero. De la misma manera y a grandes costos de dudoso beneficio, se crearon con otros manifestantes compromisos presupuestales que en nada contribuyen a la modernización del campo ni a la reducción de la pobreza.
El país, asimismo, se enteró horrorizado del volumen que ha alcanzado la llamada “mermelada”, o sea, las partidas regionales que impulsan las campañas de los grandes electores del Congreso consentidos del Gobierno. El Ministerio de Hacienda está aprobando sumas extravagantes, del tamaño de los ingresos completos de municipios medianos, para asegurar las copiosas votaciones de los grandes caciques amigos. Salvo las protestas y denuncias aisladas de los medios, ningún organismo de control, que se sepa, averigua siquiera al respecto. Este adefesio ya hace parte del paisaje presupuestal colombiano.
El problema es estructural. Desde hace años, para hacer posible los arreglos del proceso 8.000, los votos de la parapolítica, la reelección y tantas cosas semejantes, se fue desmontando el andamiaje presupuestal que exigía que los gastos e inversiones estuvieran precedidos de análisis de factibilidad y de planeación del buen uso de los recursos. Ya sin frenos ni cortapisas, la “mermelada” crece y fluye sin problema de la Tesorería de la Nación hacia proyectos dudosos que amalgaman los arreglos de gobernabilidad de la administración de turno. Políticos, contratistas y funcionarios gozan del sistema.
El Gobierno Nacional parece pensar que puede comprometerse a mayores gastos, como los que se acuerdan con los congresistas o los que se firman cuando capitula atolondradamente frente a los gremios, las dignidades y cuantos grupos paran y obstruyen carreteras. Los ministros parecen tener la seguridad de que el Congreso va a aprobar lo que le pidan (para eso está la “mermelada”, al final de cuentas) y que las empresas y los contribuyentes van a pagar más impuestos en forma dócil y sumisa.
La sociedad civil, los gremios, los universitarios y los medios debemos exigirle al Gobierno que nos informe con claridad sus intenciones. No puede ser que en forma mecánica y desprevenida el Congreso acepte que el Gobierno les meta la mano al bolsillo a los colombianos con el IVA o con un agigantado impuesto al patrimonio sin que exista justificación o mérito suficiente. Si se aprueban estos sacrificios, el Gobierno debería, como contraparte, desmontar tanto gasto innecesario y sospechoso, eliminar exenciones y privilegios tributarios y, asimismo, comprometerse a montar esquemas de controles y rendimiento de cuentas como nunca antes han existido en el país.
Si no se da un debate a fondo sobre esta catarata de impuestos, la clase política, que deriva siempre ventajas de los mayores ingresos del Gobierno, tomará todavía una mayor fuerza y, por esta vía, se seguirá debilitando la democracia colombiana. Y, lo peor, se menguará el crecimiento económico y el proceso de inversión que han impulsado un período, breve pero afortunado, de prosperidad y trabajo.