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Mientras la atención del país empieza a centrarse en las negociaciones por el paro nacional, los acuerdos y el levantamiento de los bloqueos, no podemos pasar la página sin que se aclaren los homicidios reportados en las protestas, los desaparecidos, las múltiples denuncias de violencia sexual y la aparición de civiles armados disparando contra las personas. No es casualidad que este país sea una herida abierta. La ausencia de resultados, la insistencia en que se trata de noticias falsas y los procesos que se alargan sin llegar a sentencias no permiten que el país sane.
Cuando un policía le dispara por la espalda a un joven de 17 años, y este fallece, estamos ante una traición a las promesas que el Estado les hace a sus ciudadanos. Cuando hay más de una decena de denuncias de agresiones sexuales por parte de la Fuerza Pública en el marco de las protestas, hay un tejido social que se rompe y no puede solucionarse con discursos de “manzanas podridas”. Cuando, como denunció Pascual Gaviria en columna de El Espectador, la Policía y la Fiscalía buscan imputar a jóvenes por supuestas agresiones contra los uniformados que no ocurrieron y estos solo se salvan por la existencia de videos que demuestran su inocencia, se hace evidente que la pregunta por la confianza en las instituciones no es un discurso vacío. Cuando civiles armados en Cali salen a disparar contra la minga, hay fundados temores de complacencia con el paramilitarismo. Cuando cientos de personas son reportadas como desaparecidas, Colombia no puede descansar hasta que se sepa su paradero.
La atención de las autoridades y del Estado se ha centrado en el vandalismo. Cada tanto la Fiscalía, la Policía y Presidencia anuncian hallazgos sobre la intervención de grupos ilegales, incluyendo a las disidencias de las Farc y del Eln, en la destrucción de los bienes, en los bloqueos y en los ataques a uniformados. Eso es necesario. También es fundamental esclarecer los hechos de agresiones a la Fuerza Pública. Ahí no hay discusión. El rechazo del país debe ser vehemente a quienes buscan delinquir en medio del caos.
Sin embargo, las autoridades tienen que explicar lo ocurrido con todos los otros homicidios, desapariciones y agresiones. La Fiscalía ya imputó cargos al policía que le disparó al joven Marcelo Agredo, de 17 años. Esta semana, el presidente Iván Duque dijo que “se han adoptado 65 acciones disciplinarias, 27 por abuso de autoridad, 11 por agresión física, 8 por homicidio y 19 por otras conductas”, en relación con las actuaciones de la Fuerza Pública. Son avances para celebrar, pero se necesitan más resultados.
No todos los hechos, además, involucran a la Fuerza Pública. Estamos pendientes de resultados en los disparos contra la minga por parte de civiles armados. También hay que entender qué ocurrió con los desaparecidos y cómo sucedieron los asesinatos reportados. La prevalencia del Estado de derecho tiene como requisito esencial que en tiempos de crisis el sistema judicial no se abrume por la impunidad. Es momento de bajar la tensión, estamos de acuerdo. También, como dijo a El Espectador el brigadier general Eliécer Camacho Jiménez, designado como nuevo comandante de la Policía Metropolitana de Bogotá, “tenemos que trabajar mucho en que se fortalezcan esos lazos entre policía y comunidad”. Pero esas conversaciones tienen que ser paralelas al esclarecimiento de la verdad. Si todo queda en el limbo y el misterio, si no se da con los responsables, la necesaria confianza de la ciudadanía con su Fuerza Pública es imposible de reconstruir.
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