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¿Cuál es la estrategia para responder a la ola de terrorismo que se ha desplegado en las últimas semanas? La respuesta no puede estar desligada de una reconfiguración de la guerra contra las drogas. Después del atentado con un carro bomba en Corinto, Cauca, el presidente Iván Duque envió un mensaje al frente móvil Dagoberto Ramos y de paso a todas las bandas criminales: “Las vamos a destruir por completo, a la Jaime Martínez y a todas esas células de disidentes y a esa segunda Narcotalia, porque este país no se va a dejar humillar más del terrorismo”. Aunque la respuesta militar anunciada es necesaria, la historia del país demuestra que no es suficiente.
Las noticias de los últimos días han sido angustiantes. Enfrentamientos entre las disidencias de las Farc y el Eln en Argelia, Cauca, han llevado a que las personas se desplacen o tengan que estar confinadas en sus residencias. Lo mismo ocurrió unos días antes en Timbiquí, también en el Cauca, donde el consejo comunitario Parte Baja del Río Saija denunció que había más de 1.000 familias entre confinadas y desplazadas por culpa de los enfrentamientos. En Nariño, más de 800 familias en El Charco tuvieron que abandonar sus viviendas. La razón fue la misma. Finalmente, el Gobierno Nacional declaró calamidad pública en Arauca e instaló un Puesto de Mando Unificado (PMU) para atender a los cerca de 5.000 migrantes venezolanos que se han desplazado por los enfrentamientos que se han presentado en la frontera.
Aunque dispersos en el territorio colombiano, todos estos hechos tienen varios hilos conductores similares. En todos han participado grupos armados al margen de la ley que tienen fuertes lazos con el narcotráfico. Todas son zonas que históricamente no han contado con la suficiente presencia estatal. En todos la respuesta del Estado ha sido reforzar la presencia militar y prometer que así se detendrá la masacre. En el caso de Arauca, el ministro de Defensa, Diego Molano, incluyó a la dictadura venezolana en las responsabilidades, diciendo que “en Miraflores dan instrucciones de combate de forma selectiva a uno de los grupos”.
Compartimos el rechazo expresado por el Gobierno a todas las formas de violencia. Es descorazonador y cruel que hayamos vuelto a ver carros bomba, desplazamientos y confinamientos por culpa de grupos armados. “Estos actos cobardes contra la comunidad son imperdonables. Estos bandidos o se someten o los enfrentamos con contundencia”, dijo el presidente Duque. Esa es, sin duda, la actitud que debe adoptar el Estado colombiano. Sin embargo, detrás de la respuesta militar hay un gran fantasma: ¿qué hacemos con el narcotráfico?
La respuesta de este Gobierno al narcotráfico, similar a la de varios de sus antecesores, es la mano dura y el glifosato. Con esto se obtienen resultados pasajeros, pero el problema persiste porque la guerra contra las drogas ha sido una estrategia fallida, costosa y trágica. Mientras en el mundo avanzan proyectos de regulación y legalización de algunas drogas, en Colombia seguimos insistiendo en el glifosato creyendo que esa será la solución, tanto para el narcotráfico como para todos los males que viven los territorios alejados y abandonados a su suerte.
Los campesinos cocaleros, que se sintieron traicionados después del Acuerdo de Paz, insisten en que sus comunidades necesitan inversión y alternativas viables. Tanto más en estos tiempos de pandemia. Pero no parece haber voluntad de escucha. Si no hay un gran pacto nacional que cambie la percepción sobre las drogas y la mejor forma de combatirlas, vamos a seguir encerrados en un ciclo trágico. Ya hemos visto y seguiremos viendo las consecuencias.
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