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Casi en todos los niveles imaginables: tanto en la reducción de la inequidad (que parte y se refuerza en ese apartheid educativo del que somos víctimas) como en el ámbito de la investigación en ciencia y tecnología. Va en la concepción del mundo, en la formación de la ciudadanía, en la capacidad de las personas de resolver problemas complejos. Va en la industria. Va en el crecimiento económico. Va en todo, mejor dicho.
Y claro que ha habido esfuerzos para lograrlo. Hace 20 años, un 21 de julio, un grupo de notables (sabios, los llamaron), conformado por especialistas en ciencias básicas y humanas, quiso dar el primer salto social: un plan educativo integral para el progreso del país, que entregó al gobierno de turno en un documento de 150 páginas. Todo se diluyó en el tiempo y terminó en nada. En poco, para ser justos. La gran reforma fue aplazada por la coyuntura: el narcotráfico, los políticos en problemas, el nuevo gobierno de turno, la crisis económica... Tuvo que atenderse el cortoplacismo de urgencia y no la política necesaria.
Y esfuerzos hay al día de hoy: el gobierno actual, que repite mandato, intentó en el período pasado entregarle al país una reforma educativa que terminó hundida por las múltiples voces que se le levantaron en contra. La protesta social se hizo sentir y fue atendida. Desde entonces, sin embargo, y ante los resultados deplorables de las pruebas Pisa que nos muestran en un espejo bien claro cómo es que estamos, el Estado colombiano sabe de sobra que tiene una deuda muy grande con el sector: ¿cuál es el enfoque que debe escogerse? Esa es la pregunta.
Ya sabemos y no sobra repetirlo: el gobierno de Juan Manuel Santos radicó un proyecto de presupuesto para 2015, en el que la educación pasaría de contar con $26,9 a $28,4 billones al año, superando el presupuesto que es asignado a defensa. No es poco. Ni a nivel práctico ni simbólico.
La pregunta, pese a eso, sigue vigente: ¿cuál es el enfoque? Y así como la educación en este país es segregada y fragmentaria, las respuestas para resolver sus problemas atienden a la misma índole: están los 136 lineamientos que los miembros del Consejo Nacional de Educación Superior (Cesu) le entregaron al presidente en unas páginas tituladas “Acuerdo por lo superior 2034”, para orientar la política en las próximas dos décadas; están los comunicados de la Mesa Amplia Nacional Estudiantil, que critican lo anterior, no solo por su contenido de fondo, sino (acaso más importante) por la ausencia de participación del sector estudiantil; está, también, la Carta Río Universia 2014, firmado por 1.103 rectores de universidades iberoamericanas reunidos en Río de Janeiro hace una semana, consignando los lineamientos pedagógicos y económicos que las universidades quieren adoptar para el futuro. Hay propuestas y críticas. Pero nadie se ha sentado, en un conjunto plural y equitativo, a mirar el panorama más grande.
En todo este escenario de división de perspectivas alumbra en el horizonte la iniciativa “Todos por la educación”, nacida el 24 de enero entre cinco jóvenes que se dieron a la tarea de hacer lo que nadie más: poner de acuerdo a múltiples actores a tirar para el mismo lado. Y lo han venido logrando. Después de recorrer la incredulidad del país, terminaron siendo 452 voluntarios en 18 ciudades que recopilaron alrededor de 11.000 firmas. Y siguen contando.
La única reforma posible a la educación colombiana, que logre una integralidad en la formación de los alumnos, debe ser atendiendo las dudas (tanto técnicas como políticas) de todos los sectores posibles. La suma de visiones es lo que logrará aceitar los mecanismos correctores. ¿Seguiremos por la vía de que cada uno atienda su intuición de hacia dónde debe ir la educación, o nos sentamos a dialogar? Nada malo sería hacerle caso a este grupo de jóvenes comprometidos que esta semana han lanzado al país, ya con grande apoyos, una propuesta transparente de trabajo.