Un primer año sin rumbo fijo

El Espectador
04 de agosto de 2019 - 06:00 a. m.
Hasta ahora, el saldo es el de una agenda infructuosa, un país plagado de odios y buenas intenciones que se han quedado en discursos. / Foto: EFE
Hasta ahora, el saldo es el de una agenda infructuosa, un país plagado de odios y buenas intenciones que se han quedado en discursos. / Foto: EFE
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“No más divisiones entre izquierda y derecha. Somos Colombia. No más divisiones entre socialistas y neoliberales. Somos Colombia. No más ismos. Somos Colombia”, dijo el presidente Iván Duque al terminar su discurso de posesión presidencial hace ya casi un año. Hoy, los colombianos seguimos esperando que los necesarios deseos de unión del mandatario se vean materializados en la agenda legislativa y en los debates que decide liderar en el país. ¿Cuál es el legado que busca el presidente? Eso todavía no está claro un año después.

Desde los mensajes, la administración Duque se ha querido posicionar como una oportunidad de unión nacional, que es necesaria y bienvenida. En la práctica, sin embargo, hemos visto a un Gobierno maniatado por el resentimiento del Centro Democrático, su partido, y por un debate público que se ha enfocado en todos los temas que dividen al país. Pasó un año y el presidente de todos los colombianos dio señas de no poder desprenderse de los caprichos de un sector muy particular de la política nacional.

Las buenas intenciones no se cuestionan y, de hecho, se celebran, como cuando el mandatario se vinculó a la reciente marcha en contra de los asesinatos de líderes sociales. Pero mirar con lupa la agenda legislativa que se fomentó en este primer año es ver una síntesis del país polarizado. Todo el tiempo y esfuerzo que se perdió en las objeciones a la regulación de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), el fracaso rotundo de los proyectos anticorrupción que había prometido impulsar, la fallida reforma política y la descoordinación entre el Gobierno y sus aliados en el Congreso son síntomas de una Presidencia que no ha sabido aterrizar esa concepción de “unión” que pregona.

La ausencia de una relación transaccional con los parlamentarios es bienvenida, sin duda, pero debió estar acompañada de una alternativa viable para promover los proyectos de ley importantes para el país. El resultado ha sido un estancamiento infructuoso que hace ver al Gobierno como ineficiente, pese a tener un considerable respaldo político.

El nombramiento de ministros técnicos, salvo en notables excepciones como el Ministerio de Defensa, y la propuesta de una relación distinta entre el Ejecutivo y el Legislativo son dos apuestas que se han quedado a medio camino por ausencia de liderazgo. Muchas veces los jefes de cartera parecen pedaleando de manera aislada, cuando lo que el país necesita es que la Casa de Nariño ofrezca una visión clara sobre el país que se sueña y los métodos para lograrlo.

La solución no parece estar en abandonar los principios —muchos han propuesto el despropósito de retornar a la “mermelada” como motor del Congreso— ni en hacer mayores cambios en el gabinete, sino en tomar las riendas, dejar a un lado los sectores más radicales y explicar el legado que se quiere construir.

En esta democracia sin reelección y período presidencial de cuatro años el tiempo es oro. Hasta ahora, el saldo es el de una agenda infructuosa, un país plagado de odios y un puñado de buenas intenciones que se han quedado en discursos inconsecuentes con la práctica. Todavía le queda oxígeno al Gobierno para hacer los ajustes necesarios que nos permitan saber cómo es que vamos a recordar la administración Duque.

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