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La escalada militar en el Medio Oriente podría convertirse en un conflicto internacional de incalculables proporciones, si los actores involucrados no actúan con la responsabilidad debida. El que Israel haya dado muerte a Hasán Nazralá, líder máximo de Hezbolá, invadido el sur del Líbano y, en represalia, Irán, el otro fiel de la balanza, haya atacado a Israel con misiles, tienen a la comunidad internacional en un momento de extrema alerta. En caso de que Benjamín Netanyahu, como lo anunció, decidiera devolver el golpe atacando infraestructura nuclear iraní u otros objetivos estratégicos, la región entraría en una espiral de guerra inimaginable. Israel actúa sin ningún tipo de freno.
Netanyahu, que ha obtenido logros militares importantes pero con un altísimo costo en vidas humanas inocentes, miles de heridos y desplazados, así como un desprecio total por las normas internacionales, por motivos de supervivencia política mantiene su ánimo belicista. Tiene cuatro frentes abiertos: contra Hezbolá en Líbano, Hamás en Gaza, con los hutíes en Yemen y una posible confrontación directa con Irán. La ONU demuestra su incapacidad para lograr un cese al fuego, así como el retiro inmediato de las tropas de Israel en Gaza y en el Líbano. Los intereses políticos y estratégicos de los cinco grandes países que integran el Consejo de Seguridad impedirán cualquier tipo de solución que afecte a una u otra de las partes con las cuales están comprometidas. No en vano su secretario general, António Guterres, dijo ayer ante el Consejo que la región “se está convirtiendo rápidamente en un infierno”.
Como hace un año en Gaza, Israel tiene el legítimo derecho a defenderse. Para hacerlo, empero, existen unas normas internacionales que regulan este tipo de acciones bajo parámetros claramente definidos. Hasta el momento, el gobierno israelí ha hecho caso omiso de los mismos y ha sido señalado por la comisión de crímenes de guerra, delitos de lesa humanidad y la posibilidad de estar incurso en el delito de genocidio. Hasta el momento, son cerca de 42.000 personas asesinadas en la Franja de Gaza, una buena parte de ellas mujeres y niños, Netanyahu ha dejado en claro que no se va a subordinar a las normas de convivencia internacional. La misma lógica está aplicando en Líbano.
En abril pasado se presentó una situación similar entre Israel e Irán que llevó a Teherán a atacar con drones y misiles que fueron anunciados, rastreados y eliminados por parte del sistema de defensa antimisiles israelí. La escalada terminó ahí. En esta ocasión, el envío de 180 misiles volvió a ser neutralizado sin que se presentaran personas fallecidas. El régimen teocrático iraní anunció que consideraba cumplido su deseo de golpear al “enemigo sionista”, y, de paso, lavar la cara frente a sus aliados de Hizbolá e, indirectamente, de Hamás en Gaza, que exigían una respuesta contundente. La reacción de Netanyahu fue señalar que “el régimen de Irán no entiende nuestra determinación de defendernos y de tomar represalias contra nuestros enemigos”.
Netanyahu actúa impunemente gracias al apoyo incondicional de Estados Unidos, en medio de la campaña presidencial, así como de los principales países occidentales. Cada golpe a Hamás o Hezbolá, con desprecio por las normas internacionales, lo aleja de la posibilidad de que se acabe la guerra y tenga que abandonar el poder. Su popularidad, frente al miedo de los electores israelíes, ha aumentado, lo que podría llevar a un eventual adelanto de elecciones y garantizar así su continuidad en el cargo. De esta manera evita responder por el juicio que se le adelanta por corrupción, la responsabilidad por las fallas de seguridad que llevaron al ataque terrorista del 7 de octubre por parte de Hamás, así como las acusaciones por crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad. Todo indica que si lo que busca es una guerra a gran escala, lo está logrando.
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