El gobierno de Gustavo Petro no debería renunciar a sus últimos dos años de mandato por meter al país en un innecesario proceso constituyente. La llegada de Juan Fernando Cristo al Ministerio del Interior, que sirvió para anunciar la disposición de utilizar los mecanismos constitucionales para cambiar de Carta Política, se siente más como el inicio prematuro de la campaña presidencial de 2026 que como el necesario reajuste de un Gobierno sin rumbo claro.
A pesar de que en su momento el presidente de la República, Gustavo Petro, dijo que la idea de una Asamblea Nacional Constituyente no fue de él sino de la prensa, el nuevo ministro del Interior confirmó lo que era claro: para allá desea ir el Gobierno. Recién nombrado en reemplazo de Luis Fernando Velasco, Cristo afirmó que la idea es empezar el proceso formal para, a través del Congreso, convocar una constituyente que se celebraría a la par del próximo gobierno, sea cual fuere el o la ocupante de la Casa de Nariño. Se habló de un acuerdo nacional previo, el mandatario de los colombianos volvió a lanzar los puntos que considera que son necesarios y el “pueblo” volvió a ser el centro de la discusión.
Nos parece valioso que el nuevo ministro del Interior haya abandonado las propuestas más extrañas y nada constitucionales del presidente Petro. No se habla más de manipular el Acuerdo de Paz para convocar una constituyente sin pasar por el Congreso, como sugirió el excanciller Álvaro Leyva, y por fin se reconoce que la única manera de hacer una Asamblea Nacional Constituyente es a través del mecanismo constitucional dispuesto para ese propósito. Reconocer que no se puede hacer de forma improvisada y apresurada es un paso en la dirección correcta. Fue lo que le pedimos al Gobierno todos estos meses: si la idea es cambiar la Constitución, lo necesario era proponerlo en la Rama Legislativa y de cara al país.
Dicho lo anterior, la constituyente sigue siendo una pésima idea. Se siente una profunda desconexión entre el acuerdo nacional que invoca el presidente Petro y la realidad política del país. Además de las constantes estigmatizaciones que el Gobierno ha pronunciado contra quienes no están de acuerdo con sus posturas, incluyendo viejos aliados políticos y hasta la prensa libre, la oposición tampoco está en actitud de llegar a un acuerdo profundo como el que requiere una constituyente. Peor aún, empezar los últimos dos años de una presidencia histórica concentrados en un proceso de esa magnitud es reconocer que las reformas que se han hundido en el Congreso tienen poco chance de una segunda oportunidad. Por estar pensando en reformas idealistas, se le va a escapar el tiempo de gobernar con pragmatismo eficiente.
Hay tanto por hacer en Colombia, que es lamentable ver cómo los gobiernos se dejan seducir por los cantos de sirena de una constituyente. Es el fetichismo jurídico de nuestro país: creen que cambiando la Constitución se logra más que con la aprobación juiciosa de reformas ambiciosas, pero aterrizables en el día a día de la gente. Pero la Carta que tenemos y la que podríamos tener se enfrentan al mismo problema: no hay un documento legal que solucione los problemas estructurales. El reto es, más bien, reconocer que tenemos una buena base con la Constitución del 91 y que el Congreso es el espacio para llegar a consensos. Todo lo demás es populismo y ganas de vivir en campaña política perpetua.
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El gobierno de Gustavo Petro no debería renunciar a sus últimos dos años de mandato por meter al país en un innecesario proceso constituyente. La llegada de Juan Fernando Cristo al Ministerio del Interior, que sirvió para anunciar la disposición de utilizar los mecanismos constitucionales para cambiar de Carta Política, se siente más como el inicio prematuro de la campaña presidencial de 2026 que como el necesario reajuste de un Gobierno sin rumbo claro.
A pesar de que en su momento el presidente de la República, Gustavo Petro, dijo que la idea de una Asamblea Nacional Constituyente no fue de él sino de la prensa, el nuevo ministro del Interior confirmó lo que era claro: para allá desea ir el Gobierno. Recién nombrado en reemplazo de Luis Fernando Velasco, Cristo afirmó que la idea es empezar el proceso formal para, a través del Congreso, convocar una constituyente que se celebraría a la par del próximo gobierno, sea cual fuere el o la ocupante de la Casa de Nariño. Se habló de un acuerdo nacional previo, el mandatario de los colombianos volvió a lanzar los puntos que considera que son necesarios y el “pueblo” volvió a ser el centro de la discusión.
Nos parece valioso que el nuevo ministro del Interior haya abandonado las propuestas más extrañas y nada constitucionales del presidente Petro. No se habla más de manipular el Acuerdo de Paz para convocar una constituyente sin pasar por el Congreso, como sugirió el excanciller Álvaro Leyva, y por fin se reconoce que la única manera de hacer una Asamblea Nacional Constituyente es a través del mecanismo constitucional dispuesto para ese propósito. Reconocer que no se puede hacer de forma improvisada y apresurada es un paso en la dirección correcta. Fue lo que le pedimos al Gobierno todos estos meses: si la idea es cambiar la Constitución, lo necesario era proponerlo en la Rama Legislativa y de cara al país.
Dicho lo anterior, la constituyente sigue siendo una pésima idea. Se siente una profunda desconexión entre el acuerdo nacional que invoca el presidente Petro y la realidad política del país. Además de las constantes estigmatizaciones que el Gobierno ha pronunciado contra quienes no están de acuerdo con sus posturas, incluyendo viejos aliados políticos y hasta la prensa libre, la oposición tampoco está en actitud de llegar a un acuerdo profundo como el que requiere una constituyente. Peor aún, empezar los últimos dos años de una presidencia histórica concentrados en un proceso de esa magnitud es reconocer que las reformas que se han hundido en el Congreso tienen poco chance de una segunda oportunidad. Por estar pensando en reformas idealistas, se le va a escapar el tiempo de gobernar con pragmatismo eficiente.
Hay tanto por hacer en Colombia, que es lamentable ver cómo los gobiernos se dejan seducir por los cantos de sirena de una constituyente. Es el fetichismo jurídico de nuestro país: creen que cambiando la Constitución se logra más que con la aprobación juiciosa de reformas ambiciosas, pero aterrizables en el día a día de la gente. Pero la Carta que tenemos y la que podríamos tener se enfrentan al mismo problema: no hay un documento legal que solucione los problemas estructurales. El reto es, más bien, reconocer que tenemos una buena base con la Constitución del 91 y que el Congreso es el espacio para llegar a consensos. Todo lo demás es populismo y ganas de vivir en campaña política perpetua.
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