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La guerra que ha martirizado a Siria en los últimos diez años es una vergüenza para la conciencia del mundo. La violación sistemática de los derechos humanos, mediante la comisión de delitos de lesa humanidad por parte del régimen de Bashar al-Ásad, deja ya más de 400.000 muertos, una cifra mucho mayor de heridos, personas torturadas, cerca de siete millones de migrantes forzados a huir a naciones vecinas y la destrucción de la mayoría del país. Ese es el saldo parcial de esta confrontación. Durante el último año, debido a la pandemia, se ha detenido la barbarie, mientras Bashar al-Ásad busca mantenerse en el poder mediante elecciones antes que aceptar una salida negociada. El panorama no puede ser más desolador para este país de Oriente Medio.
Este drama, que comenzó con los vientos de cambio de la Primavera Árabe, parece no tener fin. Ahora, las partes continúan recriminándose por el uso de armas químicas y adjudicando al otro la responsabilidad por el alto número de muertos y la destrucción. El apoyo ruso al régimen de Damasco así como el de Irán y milicias chiíes tienen algún contrapeso en una tercera parte del país, en especial en Idlib, posición fronteriza con Turquía, que se encuentra ocupada por soldados turcos con el apoyo de Estados Unidos y Europa. Mientras tanto, cerca del 80 % de los ciudadanos sirios padecen los efectos de las sanciones internacionales impuestas contra Bashar al-Ásad, viviendo en condiciones de pobreza en medio de los escombros, pues la destrucción ocasionada por los bombardeos es cercana al billón de dólares.
El juego geopolítico actual está vinculado con la posición que asuma la nueva administración en la Casa Blanca. Uno de los factores esenciales para la derrota del Estado Islámico (EI) en el noroeste del país fue la participación activa de soldados kurdos que, en alianza con tropas árabes, revirtieron la presencia de los yihadistas en la región. Turquía tiene un conflicto interno con los separatistas kurdos, que unidos a los separatistas sirios e iraquíes vienen luchando por la creación de un Estado autónomo, el Kurdistán. La administración Trump optó por el pragmatismo y, luego de que Estados Unidos los había armado y entrenado para derrotar al EI, los dejó a su suerte permitiendo que esos territorios comenzaran a ser ocupados por tropas turcas. La pregunta es qué tanto está dispuesta la administración Biden a honrar una deuda de honor con los kurdos o a actuar sobre la vieja premisa de que los Estados no tienen amigos sino intereses.
Hay que recordar cómo, hasta 2014, la arremetida de las fuerzas opositoras al régimen dictatorial de Damasco casi provoca la derrota de las tropas gubernamentales. Hacia mediados de la década pasada, la administración Obama prefirió no utilizar la fuerza frente a Bashar al-Ásad, tras el uso que este hizo de armas químicas para aferrarse al poder. A partir de entonces, las fuerzas se fueron equilibrando con el ingreso abierto de Rusia e Irán, así como la fragmentación de los adversarios que terminó dando origen a la creación del Estado Islámico. En adelante las tropas oficialistas, con el apoyo aéreo ruso, reconquistaron a sangre y fuego dos terceras partes del territorio, las más pobladas y fértiles.
Desde entonces y con Bashar al-Ásad atornillado al poder, Naciones Unidas ha tratado de acercar a las partes para que lleguen a un acuerdo político que les permita la convivencia. Se constituyó así un Consejo Constitucional con la expectativa de lograr un consenso entre todas las facciones en pugna. Bashar al-Ásad se levantó de la mesa y ha optado por elecciones en las zonas donde tiene amplia mayoría para asegurarse la continuidad en el poder. Europa y Estados Unidos siguen firmes en su posición de no levantar las sanciones mientras no haya una negociación que incluya a todos los actores. La solución a esta grave crisis no parece fácil dada la posición intransigente de Damasco. El drama continúa.
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