El Gobierno Nacional no puede darle más vueltas a la necesidad de establecer un marco jurídico para sus procesos de desarme de grupos ligados al narcotráfico con capacidad de desafiar al Estado en diferentes niveles, pero que no tienen ningún gen político en sus orígenes. Ahí entran desde el Clan del Golfo hasta bandas como La Oficina, solo por mencionar dos que azotan con fuerza a Antioquia y tienen lazos criminales en otras zonas.
Si bien se intentó dar un paso significativo con la cirugía que se le hizo a la Ley de Orden Público en 2023, la Corte Constitucional sentó dos posturas. Por un lado, confirmó que el jefe de Estado sí tiene facultad de “entablar acercamientos y conversaciones” con este tipo de estructuras, y, por el otro, declaró inexequible el apartado en el que se indicaba que “los términos de sometimiento a la justicia” serían elaborados “a juicio del Gobierno Nacional”.
Y ahí, con esto último, le notificó a la Casa de Nariño que sí debe tramitar una reforma legal por el Congreso para implementar esos desmantelamientos. Desde entonces, el vacío jurídico no se ha solucionado y al Gobierno se le acaba el tiempo. El lío de no atacar esta problemática es que cada “espacio de conversación sociojurídico” que se abre –ya hay con los Shottas, los Espartanos, las narcobandas de Medellín, con el Clan y, entre otros, con los Pachenca– queda cojo para ofrecerles alternativas de desmovilización colectiva a sus integrantes, lo que deja en vilo la paz total.
En un reciente reportaje de este diario se revelaron con detalle las exploraciones que se están haciendo ahora para intentar subsanar ese complejo panorama. Se mira, por ejemplo, ajustar la Ley 975 de Justicia y Paz, cuya vigencia de 20 años finalizará en 2025, y aún hay al menos 10.000 exparamilitares esperando sentencia; también se explora construir un marco legal corto y específico que tenga consenso con la Rama Judicial y pueda tramitarse sin tropiezos en el Congreso, y, por supuesto, se le pidió a la Fiscalía de Luz Adriana Camargo que revise si con las normas vigentes se pueden ejecutar vía resolución o decreto alguna alternativa.
Pero si bien las buenas intenciones están, a solo dos años de terminar el gobierno y con una reducida gobernabilidad, la Casa de Nariño no ha dado con la respuesta. Si llegó el momento de reconocer que no es viable cumplir con esa promesa de campaña y se debe esperar a un relevo en 2026, surge otro problema.
Como también lo advirtió El Espectador en el informe que sacó a la luz lo que se está intentando hacer, hay integrantes del círculo más íntimo del presidente Gustavo Petro que admitieron que todos estos asuntos de la paz total podrían ser parte del próximo debate electoral, por lo que no se descarta retomar el relato constituyente para darles un tono plebiscitario a las próximas presidenciales. Eso sería sumergir a Colombia en más polarización en un año electoral que de por sí se proyecta lleno de tensiones. Ya hemos dedicado suficiente tinta a la inconveniencia de una constituyente, pero es necesario agregar una consideración: atar los esfuerzos de paz que ha hecho el Gobierno a un proceso dependiente del Pacto Histórico es minar su legitimidad y condenarlos al fracaso. Todo porque no ha sido capaz de darle claridad al piso jurídico de sus diálogos en estos años de mandato.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a elespectadoropinion@gmail.com
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El Gobierno Nacional no puede darle más vueltas a la necesidad de establecer un marco jurídico para sus procesos de desarme de grupos ligados al narcotráfico con capacidad de desafiar al Estado en diferentes niveles, pero que no tienen ningún gen político en sus orígenes. Ahí entran desde el Clan del Golfo hasta bandas como La Oficina, solo por mencionar dos que azotan con fuerza a Antioquia y tienen lazos criminales en otras zonas.
Si bien se intentó dar un paso significativo con la cirugía que se le hizo a la Ley de Orden Público en 2023, la Corte Constitucional sentó dos posturas. Por un lado, confirmó que el jefe de Estado sí tiene facultad de “entablar acercamientos y conversaciones” con este tipo de estructuras, y, por el otro, declaró inexequible el apartado en el que se indicaba que “los términos de sometimiento a la justicia” serían elaborados “a juicio del Gobierno Nacional”.
Y ahí, con esto último, le notificó a la Casa de Nariño que sí debe tramitar una reforma legal por el Congreso para implementar esos desmantelamientos. Desde entonces, el vacío jurídico no se ha solucionado y al Gobierno se le acaba el tiempo. El lío de no atacar esta problemática es que cada “espacio de conversación sociojurídico” que se abre –ya hay con los Shottas, los Espartanos, las narcobandas de Medellín, con el Clan y, entre otros, con los Pachenca– queda cojo para ofrecerles alternativas de desmovilización colectiva a sus integrantes, lo que deja en vilo la paz total.
En un reciente reportaje de este diario se revelaron con detalle las exploraciones que se están haciendo ahora para intentar subsanar ese complejo panorama. Se mira, por ejemplo, ajustar la Ley 975 de Justicia y Paz, cuya vigencia de 20 años finalizará en 2025, y aún hay al menos 10.000 exparamilitares esperando sentencia; también se explora construir un marco legal corto y específico que tenga consenso con la Rama Judicial y pueda tramitarse sin tropiezos en el Congreso, y, por supuesto, se le pidió a la Fiscalía de Luz Adriana Camargo que revise si con las normas vigentes se pueden ejecutar vía resolución o decreto alguna alternativa.
Pero si bien las buenas intenciones están, a solo dos años de terminar el gobierno y con una reducida gobernabilidad, la Casa de Nariño no ha dado con la respuesta. Si llegó el momento de reconocer que no es viable cumplir con esa promesa de campaña y se debe esperar a un relevo en 2026, surge otro problema.
Como también lo advirtió El Espectador en el informe que sacó a la luz lo que se está intentando hacer, hay integrantes del círculo más íntimo del presidente Gustavo Petro que admitieron que todos estos asuntos de la paz total podrían ser parte del próximo debate electoral, por lo que no se descarta retomar el relato constituyente para darles un tono plebiscitario a las próximas presidenciales. Eso sería sumergir a Colombia en más polarización en un año electoral que de por sí se proyecta lleno de tensiones. Ya hemos dedicado suficiente tinta a la inconveniencia de una constituyente, pero es necesario agregar una consideración: atar los esfuerzos de paz que ha hecho el Gobierno a un proceso dependiente del Pacto Histórico es minar su legitimidad y condenarlos al fracaso. Todo porque no ha sido capaz de darle claridad al piso jurídico de sus diálogos en estos años de mandato.
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