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Lo que ocurrió en Tierralta, Córdoba, es una traición del más alto nivel. Hombres armados y encapuchados aterrorizaron a la población, según la comunidad se hicieron pasar primero como miembros de las disidencias de las FARC y luego como guerrilleros del ELN, pero con el paso de las horas se supo la verdad: eran miembros del Ejército Nacional. Gracias a la existencia de videos ciudadanos valientes, las autoridades tienen herramientas para actuar de manera decisiva y veloz, pero el problema es mucho más profundo. ¿Cómo ocurre algo así en Colombia? ¿Por qué los militares sentían que podían actuar de esa manera y quedar en la impunidad? ¿Hay lazos no descubiertos entre la institucionalidad y los criminales de la zona? ¿De qué forma se puede reconstruir la confianza de la comunidad?
Primero se reportó como un ataque más por parte de las disidencias. En la tarde del martes empezaron a circular los videos de hombres armados sin identificación. Sin embargo, al caer la noche, el Ejército confirmó que al parecer se trataba de miembros de las fuerzas armadas colombianas, lo cual no sobra aplaudir cuando la costumbre ha sido negar hasta el final cualquier hecho similar. Al cierre de esta edición, la última información indica que se trató de un teniente, dos suboficiales y por lo menos siete soldados. Personas que juraron proteger a la comunidad, se convirtieron en sus verdugos. No hay cómo exagerar la gravedad de lo ocurrido.
El ministro de Defensa, Iván Velásquez, dijo que esta situación “es de suma gravedad y exige la adopción de drásticas decisiones”, así que pidió no tener tolerancia con “comportamientos que no solo afectan a las comunidades, sino a las propias Fuerzas Militares”. Por su parte, el general Helder Fernán Giraldo Bonilla, comandante de las Fuerzas Militares, envió una comisión de verificación a la zona y lo propio anunció la Fiscalía General de la Nación. Es importante que pronto conozcamos a todos los involucrados, se tomen las sanciones correspondientes y, ante todo, le expliquen al país cómo es posible que ocurra algo así.
Hablando con La W, uno de los testigos de lo que ocurrió mostró un panorama desolador. “El Ejército llegó haciéndose pasar por guerrilleros, nos tiraron al suelo y nos amenazaron, a una indígena la intentaron violar; robaron plata, joyas, tiendas”, dijo, y agregó: “nos reunieron, fueron casa por casa, con las manos atrás en el cuello y nos tiraron al suelo unas tres horas. Me llevaron a mí como escudo y a otro profesor, y nos dejaron tirados en el suelo, nos decían que si nos levantábamos nos iban a matar”. Los ecos de los peores años del conflicto armado suenan con vehemencia. Cuando miembros de la fuerza pública se convierten en victimarios, se rompe el contrato social y aterriza la peor desesperanza: ¿en quién pueden confiar las personas para su protección?
El actuar descarado de los encapuchados da a entender que se sentían seguros en la impunidad, por eso la justicia tiene que actuar de forma contundente. El Ejército debe tomar las acciones de reestructuración necesarias para garantizar que los uniformados que estén en la zona puedan trabajar en recuperar la confianza perdida. Y, ante todo, debemos proteger a las personas de la comunidad que se atrevieron a denunciar.
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