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Le duró poco al presidente Gustavo Petro la actitud conciliadora. Dejando salir su peor versión, ayer le mandó un ultimátum a la alcaldesa de Bogotá, Claudia López. En voz del ministro de Transporte, Guillermo Reyes, el chantaje se expresó así: “Si no se acepta, como se ha venido diciendo, que se hagan las modificaciones propuestas (a la primera línea del metro), en la medida en que el Gobierno financia el 70 % de los otros proyectos, esos otros proyectos se van a tener que parar”. Es descorazonador que un gobierno quiera, en año electoral, influir en las elecciones y paralizar los avances de la capital, todo por un viejo capricho del mandatario. Así es muy difícil tomar en serio los discursos democráticos de la Casa de Nariño.
Sí, al presidente Petro, cuando fue alcalde, le sabotearon su proyecto de metro subterráneo. Sí, el alcalde que lo reemplazó, Enrique Peñalosa, mostró un desdén obsesivo por el proyecto y terminó contratando una versión más barata, más corta y cuestionable desde el punto de vista urbanístico. Pero eso no justifica que ahora sea Petro quien pretenda forzar a la Alcaldía de Bogotá a hacer una modificación costosa y demorada, cuando las obras ya están andando, la capital está asfixiada y necesitada de esta obra, y el país entero está en problemas financieros.
La discusión ni siquiera es si el metro subterráneo es mejor que el metro elevado. Es un asunto de realidad: con las obras andando, con el deseo de la alcaldesa por licitar pronto una segunda línea, con recursos limitados y tantas necesidades de inversión en el país, es irresponsable que el presidente se enfrasque en mostrar que es él quien tiene el poder y maneja la chequera para imponer su voluntad. Amenazar con trabar el resto de obras de la capital, además en pleno año electoral, lleva el debate a otro ámbito: a una intervención desde el Ejecutivo que envía el mensaje poco sutil de que el Gobierno solo trabajará con un alcalde afín a sus ideas y caprichos. El mensaje para los bogotanos ha sido claro: las obras que necesita la capital se suspenden hasta nuevo aviso, pendientes de que se cumpla la voluntad del presidente. ¿De verdad ese es el cambio político? ¿Se siente cómodo el presidente Petro haciendo algo similar a lo que le hicieron en su último año en la Alcaldía? ¿Quién gana con todo este choque de egos?
Una vez más, Bogotá queda paralizada. O la alcaldesa López cede y hace una modificación del contrato, lo que alarga la entrada en funcionamiento de la primera línea y genera sobrecostos que tanto la nación como el distrito deberán pagar con nuestros impuestos, o el presidente paraliza la ciudad, deja en vilo el resto de obras y nos dispone para una elección local definida desde la Casa de Nariño. Insistimos: ¿para qué este espectáculo?
Hay tantas obras pendientes en Bogotá y en el resto del país, y los gobiernos nacional y locales están tan ajustados de recursos, que cuesta entender por qué esta en particular es la obra que domina el debate público. La capital, una vez más, a merced de las rencillas políticas y la obsesión de dos exalcaldes que no son capaces de conceder nada el uno al otro.
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