En unas elecciones cuestionadas a escala internacional por su falta de legitimidad, fue reelegido Vladimir Putin como presidente de Rusia. Desde que el ocupante del Kremlin asumió un talante autoritario para perpetuarse en el poder, las figuras más representativas de la oposición, entre ellos Alekséi Navalni, han sufrido el exilio, han sido encarceladas o asesinadas. Cualquier actuación que las autoridades consideren ilegal, como protestar contra la guerra en Ucrania o criticar a Putin en redes sociales, es sancionada con penas de cárcel. De allí que su triunfo en los comicios (con un 87,28 % de los votos) sea el reflejo de un régimen autocrático.
A la inexistencia de opositores se sumó otro aspecto importante en la jornada electoral: el triunfo del discurso nacionalista que pretende recuperar el poderío de Rusia mediante la guerra y la anexión de nuevos territorios. La inmensa mayoría de los rusos creen que su líder los está conduciendo hacia un pasado de gloria que se perdió por culpa de los países occidentales. Dos hechos bélicos anteriores, la guerra en Georgia, en 2008, y la anexión de Crimea, en 2014, territorio que pertenece a Ucrania, le dieron importantes réditos en materia de popularidad. A los 71 años, Putin ha asegurado que el triunfo el domingo es un respaldo absoluto a sus planes, pues “la nación defiende su progreso con las armas en las manos (y la victoria electoral) es una señal de confianza por parte de los ciudadanos y de esperanza de que todo lo que tenemos por delante se cumplirá (…) Nuestros planes son grandiosos (siendo uno de ellos) ampliar el armamento ruso”.
Vladimir Putin ha manejado los destinos de Rusia desde hace 24 años. Fue elegido presidente en 2000, cuando se comprometió a defender la naciente democracia con respeto por los derechos humanos y la libertad de información. Desde entonces ha maniobrado para acumular poder y ejercerlo con mano de hierro. Internamente, desplazando a sus eventuales competidores e impulsando a un candidato para que lo reemplazara en el poder, Dmitri Medvédev, mientras lograba modificar la Constitución para que se aprobara la reelección.
Frente a la muerte de Navalni, dijo el domingo que “así es la vida”. Tanto la familia del líder opositor fallecido como gobiernos occidentales lo señalan como el responsable de su muerte. No es la primera vez que sucede algo así. Alexánder Lébed, quien iba a competir contra Putin y decidió postergar su candidatura, murió en un accidente de helicóptero. Alexánder Litvinenko, exagente de la KGB, falleció al ser envenenado con polonio radiactivo y el ex vice primer ministro Borís Nemtsov recibió varios tiros frente al Kremlin. Además de Navalni, el año pasado explotó el avión en el cual viajaba Yevgueni Prigozhin, cabeza del grupo mercenario Wagner, que pasó de aliado incondicional a enemigo declarado. También han muerto en extrañas circunstancias periodistas y otras personas que se enfrentaron a Putin.
Ucrania, que fue la gran apuesta de Putin para rearmar la desaparecida Unión Soviética, terminó por convertirse en un costoso fiasco. A dos años del inicio de la guerra de agresión contra su vecino, los ucranianos han resistido de una forma heroica con el apoyo de Occidente. El número de muertos, aunque las cifras reales son difíciles de conocer, es más de 70.000 soldados ucranianos muertos y más de 120.000 heridos, mientras que los soldados rusos muertos serían más de 120.00 y 180.000 heridos. A lo que se suman las víctimas civiles, calculadas en más de 10.000, así como los civiles heridos.
Su reciente triunfo le permite estar en el poder hasta 2030 y, en caso de que deseara continuar, podría hacerlo hasta 2036, pues un cambio de la Constitución así se lo permitió. Con un presidente vitalicio, megalómano y expansionista, la posibilidad de una confrontación de mayor magnitud en Europa es una realidad. Occidente debe contener esta peligrosa amenaza con firmeza.
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En unas elecciones cuestionadas a escala internacional por su falta de legitimidad, fue reelegido Vladimir Putin como presidente de Rusia. Desde que el ocupante del Kremlin asumió un talante autoritario para perpetuarse en el poder, las figuras más representativas de la oposición, entre ellos Alekséi Navalni, han sufrido el exilio, han sido encarceladas o asesinadas. Cualquier actuación que las autoridades consideren ilegal, como protestar contra la guerra en Ucrania o criticar a Putin en redes sociales, es sancionada con penas de cárcel. De allí que su triunfo en los comicios (con un 87,28 % de los votos) sea el reflejo de un régimen autocrático.
A la inexistencia de opositores se sumó otro aspecto importante en la jornada electoral: el triunfo del discurso nacionalista que pretende recuperar el poderío de Rusia mediante la guerra y la anexión de nuevos territorios. La inmensa mayoría de los rusos creen que su líder los está conduciendo hacia un pasado de gloria que se perdió por culpa de los países occidentales. Dos hechos bélicos anteriores, la guerra en Georgia, en 2008, y la anexión de Crimea, en 2014, territorio que pertenece a Ucrania, le dieron importantes réditos en materia de popularidad. A los 71 años, Putin ha asegurado que el triunfo el domingo es un respaldo absoluto a sus planes, pues “la nación defiende su progreso con las armas en las manos (y la victoria electoral) es una señal de confianza por parte de los ciudadanos y de esperanza de que todo lo que tenemos por delante se cumplirá (…) Nuestros planes son grandiosos (siendo uno de ellos) ampliar el armamento ruso”.
Vladimir Putin ha manejado los destinos de Rusia desde hace 24 años. Fue elegido presidente en 2000, cuando se comprometió a defender la naciente democracia con respeto por los derechos humanos y la libertad de información. Desde entonces ha maniobrado para acumular poder y ejercerlo con mano de hierro. Internamente, desplazando a sus eventuales competidores e impulsando a un candidato para que lo reemplazara en el poder, Dmitri Medvédev, mientras lograba modificar la Constitución para que se aprobara la reelección.
Frente a la muerte de Navalni, dijo el domingo que “así es la vida”. Tanto la familia del líder opositor fallecido como gobiernos occidentales lo señalan como el responsable de su muerte. No es la primera vez que sucede algo así. Alexánder Lébed, quien iba a competir contra Putin y decidió postergar su candidatura, murió en un accidente de helicóptero. Alexánder Litvinenko, exagente de la KGB, falleció al ser envenenado con polonio radiactivo y el ex vice primer ministro Borís Nemtsov recibió varios tiros frente al Kremlin. Además de Navalni, el año pasado explotó el avión en el cual viajaba Yevgueni Prigozhin, cabeza del grupo mercenario Wagner, que pasó de aliado incondicional a enemigo declarado. También han muerto en extrañas circunstancias periodistas y otras personas que se enfrentaron a Putin.
Ucrania, que fue la gran apuesta de Putin para rearmar la desaparecida Unión Soviética, terminó por convertirse en un costoso fiasco. A dos años del inicio de la guerra de agresión contra su vecino, los ucranianos han resistido de una forma heroica con el apoyo de Occidente. El número de muertos, aunque las cifras reales son difíciles de conocer, es más de 70.000 soldados ucranianos muertos y más de 120.000 heridos, mientras que los soldados rusos muertos serían más de 120.00 y 180.000 heridos. A lo que se suman las víctimas civiles, calculadas en más de 10.000, así como los civiles heridos.
Su reciente triunfo le permite estar en el poder hasta 2030 y, en caso de que deseara continuar, podría hacerlo hasta 2036, pues un cambio de la Constitución así se lo permitió. Con un presidente vitalicio, megalómano y expansionista, la posibilidad de una confrontación de mayor magnitud en Europa es una realidad. Occidente debe contener esta peligrosa amenaza con firmeza.
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