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Las elecciones que se celebran hoy en todo el país son esenciales. Suena a obviedad, sí, todas las elecciones son importantes, pero estos comicios prometen elegir a los alcaldes, concejales y gobernadores que van a tener que enfrentarse a los retos de un país intentando pasar la página, reinventarse y entrar al posconflicto. De ellos dependerá, en gran medida, el éxito de todos los acuerdos que vengan de La Habana y los proyectos de incorporación a la vida civil de los futuros excombatientes. Sin lo local, el esfuerzo liderado por el Gobierno se quedará sin piernas y estará condenado al fracaso. Nada más...
Independientemente de la corriente política de quienes triunfen, esta elección no es una refrendación del proceso de paz, como algunas voces en el Ejecutivo intentaron insinuar. La realidad es que ese debate sobre la conveniencia de los acuerdos deberá darse -y se dará- en el ámbito nacional. Los elegidos hoy tendrán que enfrentarse a las consecuencias locales de esa decisión, que tienen que estar en la cabeza de cualquier dirigente que desee proponer y ejecutar un proyecto serio de ciudad o departamento. Se vienen inversiones de presupuesto monumentales, por lo que la pregunta no sobra: ¿quién queremos que esté en la cabeza de la adjudicación de esos dineros? Y ni hablar de los proyectos y problemas de cada una de las ciudades y departamentos, que requieren a alguien capaz de diagnosticar las necesidades y atenderlas.
No hay excusas para abstenerse de ejercer el derecho al voto. Con la masificación del uso de redes sociales como mecanismo para expresar la justa indignación por el estado de la política colombiana, se ha renovado la capacidad de los ciudadanos para ejercer vigilancia sobre las personas elegidas. Pero ese inconformismo, que se expresa con desbordada pasión, no se ha visto materializado en la participación política. Por favor: no podemos permitir que la apatía y la desesperanza les entreguen el poder, una vez más, a quienes ven los cargos públicos como chequeras para pagar favores personales.
La desconfianza es entendible. La trashumancia, que se intentó solucionar tardíamente y con torpeza, es un síntoma que nos permite ver cómo se compran las elecciones. Además, los partidos políticos no mostraron mayor pudor en pactar alianzas y avalar candidatos cuestionados, todo por sumarse votos a como dé lugar. Pero esa situación se vence votando, no quedándose en la casa.
Hay un cálculo muy diciente: en promedio, los corruptos se logran robar entre el 20 y 25% del censo electoral. Cifras que espantan. Más aún si sólo va a votar el 40% de los ciudadanos habilitados para hacerlo. Pero si asistimos masivamente, con miras en un histórico 75% de participación, cualquier influencia perversa puede ser contrarrestada. Está en nuestras manos.
La información para elegir está a su disposición. Pese a que algunos candidatos evitaron los debates y la confrontación de ideas, típica de la democracia, cualquier persona que desee informarse puede hacerlo. Esa es su responsabilidad. El momento por excelencia en que el pueblo ejerce el poder es en las urnas. Sin importar su afiliación política, infórmese y vote. Si algo lo indigna, vote. Si siente que el país va por mal camino, vote. Si siente que las cosas van bien, vote. Si siente que todos son iguales, lea mejor y vote. Apuéstele a Colombia. Si logramos vencer la apatía, empezamos a recuperar el país y les mandamos un mensaje contundente a los corruptos: lo público es sagrado y no vamos a permitir que se lo sigan robando.
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