Toda violación y acto de violencia sexual implica una relación de poder. El hombre que violenta a una mujer se siente capacitado para hacerlo, la ve como inferior, como un objeto, como un “algo” de lo que se puede disponer. Por eso, cada vez que hablamos de delitos sexuales, es necesario preguntarnos cuáles son las estructuras que crean esos desequilibrios entre víctima y victimario. Nada lo explica mejor, tristemente, que el hecho de que un militar —que porta el uniforme de la institución más poderosa de un país, que tiene autorización para usar las armas, que es la supuesta materialización de la ley y el orden— viole a una niña indígena, una de las personas más vulnerables en este país desigual. Esto es lo que no parecen entender los altos mandos del Ejército, el Ministerio de Defensa ni el Gobierno nacional.
El Ejército informó que hay 118 casos de violencia sexual en investigación. Todos ellos involucran a uniformados que hacen parte de las Fuerzas Armadas. Lo más llamativo de esa cifra es lo que no dice: no habla de los casos silenciados, no habla de resultados, no habla de reparación a las víctimas y a las comunidades, no habla de un compromiso estatal contra estos delitos, no habla de un entendimiento de la complejidad del problema. ¿Por qué no sabíamos de esto antes? ¿Por qué, nueve meses después de una violación a una niña indígena, ni la Fiscalía ni el Ejército han sido capaces de dar con los responsables y aplicar sanciones ejemplares? ¿Por qué, además, insistir en el discurso de las manzanas podridas?
Cuando hay un caso de violencia sexual, el primer instinto no debería ser lamentarse por la reputación manchada de la institucionalidad. No. Lo que hay que hacer, el único discurso que se debería estar produciendo desde el Ejército, es atacar todas las causas y garantizar la no repetición.
Especialmente porque ya sabemos que la violencia sexual es un arma más que se suele utilizar en los conflictos. Esta semana, la Corporación Humanas y 21 mujeres entregaron a la Jurisdicción Especial para la Paz un informe sobre 23 casos de violencia sexual. Los victimarios fueron miembros de las Farc, el Ejército y la Policía. En la larga historia de la guerra en Colombia, sabemos que los paramilitares también cometieron violaciones. El narcotráfico y las bandas criminales han sido asociados a la práctica. Las manzanas podridas se parecen, podrían decir quienes defienden ese discurso. Pero la complejidad del tema implica una reflexión más profunda. ¿Por qué sigue siendo tan común la vulneración de los cuerpos de las mujeres? ¿Por qué, además, también ocurre en la sociedad civil? ¿Estamos plagados de manzanas podridas y no hay nada que se pueda hacer?
La pregunta por el poder vuelve a ser esencial. El militar que viola lo hace ayudado por su fuero y por su arma. Lo mismo que el paramilitar y el guerrillero. Lo mismo que la pareja que tiene poder económico sobre la víctima. Lo mismo que el familiar que tiene superioridad sobre la menor de edad. La solución, entonces, no es simplemente purgar a los “monstruos” victimarios. La discusión tiene que incluir planes de choque contra la desigualdad, de educación, de empoderamiento de las mujeres (más aún en comunidades que de por sí son vulnerables). También es urgente que la justicia empiece a dar resultado, que las investigaciones lleguen a conclusiones y sanciones. De lo contrario, los casos seguirán y nos seguiremos lamentando por la existencia de las supuestas manzanas podridas.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a elespectadoropinion@gmail.com.
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Toda violación y acto de violencia sexual implica una relación de poder. El hombre que violenta a una mujer se siente capacitado para hacerlo, la ve como inferior, como un objeto, como un “algo” de lo que se puede disponer. Por eso, cada vez que hablamos de delitos sexuales, es necesario preguntarnos cuáles son las estructuras que crean esos desequilibrios entre víctima y victimario. Nada lo explica mejor, tristemente, que el hecho de que un militar —que porta el uniforme de la institución más poderosa de un país, que tiene autorización para usar las armas, que es la supuesta materialización de la ley y el orden— viole a una niña indígena, una de las personas más vulnerables en este país desigual. Esto es lo que no parecen entender los altos mandos del Ejército, el Ministerio de Defensa ni el Gobierno nacional.
El Ejército informó que hay 118 casos de violencia sexual en investigación. Todos ellos involucran a uniformados que hacen parte de las Fuerzas Armadas. Lo más llamativo de esa cifra es lo que no dice: no habla de los casos silenciados, no habla de resultados, no habla de reparación a las víctimas y a las comunidades, no habla de un compromiso estatal contra estos delitos, no habla de un entendimiento de la complejidad del problema. ¿Por qué no sabíamos de esto antes? ¿Por qué, nueve meses después de una violación a una niña indígena, ni la Fiscalía ni el Ejército han sido capaces de dar con los responsables y aplicar sanciones ejemplares? ¿Por qué, además, insistir en el discurso de las manzanas podridas?
Cuando hay un caso de violencia sexual, el primer instinto no debería ser lamentarse por la reputación manchada de la institucionalidad. No. Lo que hay que hacer, el único discurso que se debería estar produciendo desde el Ejército, es atacar todas las causas y garantizar la no repetición.
Especialmente porque ya sabemos que la violencia sexual es un arma más que se suele utilizar en los conflictos. Esta semana, la Corporación Humanas y 21 mujeres entregaron a la Jurisdicción Especial para la Paz un informe sobre 23 casos de violencia sexual. Los victimarios fueron miembros de las Farc, el Ejército y la Policía. En la larga historia de la guerra en Colombia, sabemos que los paramilitares también cometieron violaciones. El narcotráfico y las bandas criminales han sido asociados a la práctica. Las manzanas podridas se parecen, podrían decir quienes defienden ese discurso. Pero la complejidad del tema implica una reflexión más profunda. ¿Por qué sigue siendo tan común la vulneración de los cuerpos de las mujeres? ¿Por qué, además, también ocurre en la sociedad civil? ¿Estamos plagados de manzanas podridas y no hay nada que se pueda hacer?
La pregunta por el poder vuelve a ser esencial. El militar que viola lo hace ayudado por su fuero y por su arma. Lo mismo que el paramilitar y el guerrillero. Lo mismo que la pareja que tiene poder económico sobre la víctima. Lo mismo que el familiar que tiene superioridad sobre la menor de edad. La solución, entonces, no es simplemente purgar a los “monstruos” victimarios. La discusión tiene que incluir planes de choque contra la desigualdad, de educación, de empoderamiento de las mujeres (más aún en comunidades que de por sí son vulnerables). También es urgente que la justicia empiece a dar resultado, que las investigaciones lleguen a conclusiones y sanciones. De lo contrario, los casos seguirán y nos seguiremos lamentando por la existencia de las supuestas manzanas podridas.
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