¿Y si los vemos como lo que son: víctimas de la guerra?
Ante los horrores de la guerra nos está faltando duelo y un poco de humanidad. Cada vez que estalla un escándalo que involucra al Ejército y las operaciones militares, la mezquindad política sale a relucir, se cruzan adjetivos y afirmaciones agresivas de lado y lado, y en medio queda una pregunta sin responder: ¿qué hacemos con el dolor? ¿Cómo tramitamos las tragedias? ¿Existe manera de no perder la perspectiva sobre la magnitud de lo que ocurre? El bombardeo en el Chocó al Eln, donde murieron cuatro menores de edad, incluyendo un niño de 13 años, es el último ejemplo en la normalización de lo deplorable.
El Ejército estaba persiguiendo a alias Fabián, el líder del Eln de mayor nivel que todavía permanecía en Colombia. Cuando dieron con él, se autorizó un bombardeo en el Chocó. El Ministerio de Defensa dijo que se trató de “una de las operaciones militares más grandes contra el Eln”. El ministro del Interior, Daniel Palacios, la caracterizó como una “operación quirúrgica” y de “alta precisión”. Ahora sabemos que allí murieron ocho personas entre los que estaban tres adolescentes de 17 años y un niño de 13 años. Todos víctimas de reclutamiento forzado.
La disputa que se toma los reflectores en el debate público es sobre el uso de bombardeos en zonas de alto reclutamiento forzado de niños, niñas y adolescentes.
Por un lado, hay quienes dicen que en todo caso se trata de una vulneración al derecho internacional humanitario. En carta a las Naciones Unidas, el senador Iván Cepeda escribió que Colombia utiliza “el bombardeo por encima de otros métodos”.
Por el otro lado y en respuesta a las preguntas de El Espectador, el Ejército dijo que “las Fuerzas Militares no tienen como objetivo militar menores de edad, en el desarrollo de las operaciones militares; cuando las circunstancias lo permiten, la Fuerza Pública realiza la coordinación con las autoridades competentes a favor de niños, niñas y adolescentes”.
Entonces, toda la discusión se circunscribe a si se cumplieron unas normas frías frente a los horrores de la guerra. Empero, la pregunta persiste: ¿por qué, al hablar de los operativos, no hay un espacio de reconocimiento del dolor que se genera ante el reclutamiento forzado? ¿Por qué el discurso oficial se centra en mostrar victorias perfectas cuando la realidad del conflicto es mucho más cruda, compleja y dolorosa? ¿No le haría bien al país que, siempre que haya tragedias como la ocasionada por el bombardeo, el Estado dejara de presentar una cara infalible y arrogante y abriese la puesta a reconocer que cuatro menores de edad muertos por una bomba del Ejército es algo que nunca debería ocurrir? Allí es donde cobra vida el eco de las palabras del ministro de Defensa, Diego Molano, sobre cómo los menores reclutados se vuelven “máquinas de guerra”. Con esa concepción es imposible ver lo que perdemos en medio de tanto fuego y furia.
No se trata de excusar el reclutamiento forzado al afirmar que no se pueden realizar operaciones militares cuando haya menores en los campamentos. Por supuesto que no. Sí se trata de que, por andar en la lucha de las relaciones públicas, no olvidemos que niños, niñas y adolescentes son siempre, siempre, siempre, víctimas de la guerra.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a elespectadoropinion@gmail.com.
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Ante los horrores de la guerra nos está faltando duelo y un poco de humanidad. Cada vez que estalla un escándalo que involucra al Ejército y las operaciones militares, la mezquindad política sale a relucir, se cruzan adjetivos y afirmaciones agresivas de lado y lado, y en medio queda una pregunta sin responder: ¿qué hacemos con el dolor? ¿Cómo tramitamos las tragedias? ¿Existe manera de no perder la perspectiva sobre la magnitud de lo que ocurre? El bombardeo en el Chocó al Eln, donde murieron cuatro menores de edad, incluyendo un niño de 13 años, es el último ejemplo en la normalización de lo deplorable.
El Ejército estaba persiguiendo a alias Fabián, el líder del Eln de mayor nivel que todavía permanecía en Colombia. Cuando dieron con él, se autorizó un bombardeo en el Chocó. El Ministerio de Defensa dijo que se trató de “una de las operaciones militares más grandes contra el Eln”. El ministro del Interior, Daniel Palacios, la caracterizó como una “operación quirúrgica” y de “alta precisión”. Ahora sabemos que allí murieron ocho personas entre los que estaban tres adolescentes de 17 años y un niño de 13 años. Todos víctimas de reclutamiento forzado.
La disputa que se toma los reflectores en el debate público es sobre el uso de bombardeos en zonas de alto reclutamiento forzado de niños, niñas y adolescentes.
Por un lado, hay quienes dicen que en todo caso se trata de una vulneración al derecho internacional humanitario. En carta a las Naciones Unidas, el senador Iván Cepeda escribió que Colombia utiliza “el bombardeo por encima de otros métodos”.
Por el otro lado y en respuesta a las preguntas de El Espectador, el Ejército dijo que “las Fuerzas Militares no tienen como objetivo militar menores de edad, en el desarrollo de las operaciones militares; cuando las circunstancias lo permiten, la Fuerza Pública realiza la coordinación con las autoridades competentes a favor de niños, niñas y adolescentes”.
Entonces, toda la discusión se circunscribe a si se cumplieron unas normas frías frente a los horrores de la guerra. Empero, la pregunta persiste: ¿por qué, al hablar de los operativos, no hay un espacio de reconocimiento del dolor que se genera ante el reclutamiento forzado? ¿Por qué el discurso oficial se centra en mostrar victorias perfectas cuando la realidad del conflicto es mucho más cruda, compleja y dolorosa? ¿No le haría bien al país que, siempre que haya tragedias como la ocasionada por el bombardeo, el Estado dejara de presentar una cara infalible y arrogante y abriese la puesta a reconocer que cuatro menores de edad muertos por una bomba del Ejército es algo que nunca debería ocurrir? Allí es donde cobra vida el eco de las palabras del ministro de Defensa, Diego Molano, sobre cómo los menores reclutados se vuelven “máquinas de guerra”. Con esa concepción es imposible ver lo que perdemos en medio de tanto fuego y furia.
No se trata de excusar el reclutamiento forzado al afirmar que no se pueden realizar operaciones militares cuando haya menores en los campamentos. Por supuesto que no. Sí se trata de que, por andar en la lucha de las relaciones públicas, no olvidemos que niños, niñas y adolescentes son siempre, siempre, siempre, víctimas de la guerra.
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