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Escuché una entrevista de Blu Radio al senador Álvaro Uribe. Habló de muchos temas, pero quiero apenas destacar la parte en que se refirió a la carta reciente de Rodrigo Londoño (Timo) sobre el tema de Iván Márquez. Uribe habla de “la carta del médico Rodrigo, cuyo apellido no recuerdo”. No le agrega el Londoño ni mucho menos el Echeverry, algo que en la cultura paisa se acostumbra para ningunear la procedencia materna de alguien. Pero bueno, por lo menos para “el abogado Álvaro”, Timo tiene nombre propio, que ya sabemos es Rodrigo, aunque no es médico. No es necesario leer a Freud acerca del olvido como operación del subconsciente para expresar odio o miedo: el abogado Álvaro cumple esos síntomas desde cuando, en plena guerra, llamaba “lafar” a las Farc, con minúsculas, en singular y sin la “c” de colombianas. Pero ahora parece temerlas más, por haber precipitado la máquina de la verdad —sobre todo en su entorno militar—, algo insoportable para un mentiroso consumado.
El Gobierno también tiene ese síndrome de amnesia culpable: el ministro de Defensa, por ejemplo, el comerciante Guillermo, a propósito del asesinato del excombatiente Dimar Torres, nunca pronunció el nombre de la víctima, a la que se refería como “un desmovilizado” mientras sostuvo el embuste de que su muerte había sido causada “por un forcejeo, o un accidente, o en defensa propia de un cabo a un ataque”. El nombre propio de Dimar Torres solo vino a pronunciarlo después del escándalo de The New York Times. El presidente Iván hizo igual: mencionó el nombre de Dimar Torres con todas sus letras solo después de que se publicó en el NYT, como a la semana. No sobra decir que esa denuncia estaba lista para ser publicada en Semana, y que no salió por la presión que le aplicó a esa revista el consejero Jorge Mario, o por una ausencia del director Alejandro, quien le aprendió a su padre a perderse a destiempo por irse a hacer trabajo de campo en restaurantes. En cuanto al exfiscal, el abogado NHM, en su último comunicado —también después de lo del NYT—, alcanzó a referirse a Dimar en estos términos: “La víctima en este caso” y “la muerte de este ciudadano”. Ni un solo Dimar en el texto. Para él, nunca tuvo nombre. Con Santrich también se le bloquea la memoria, pues se refiere a él como “Hernández Solarte”. Llamarse uno Jesús Santrich, o Seuxis Paucias, y que lo traten como Hernández Solarte, es como encontrarse con Porfirio Barba Jacob y decirle “don Miguel Ángel” , o a Neruda llamarlo “don Neftalí”.
Se entiende entonces que el abogado Álvaro y el infartado José Obdulio no hubieran agradecido al senador Carlos Antonio Lozada el haberle provisto al segundo los primeros auxilios cuando le dio un síncope en el Congreso. En caso de haberles escuchado —por lo menos a JOG, no a AUV— alguna gratitud, tal vez Lozada habría respondido: de nada. Salvar a alguien de morirse es algo que no se le niega a nadie.
Los nazis también le cambiaban el nombre a todo lo relacionado con quienes odiaban. A los trenes que despachaban con 2.000 judíos a Treblinka los llamaban “transportes de transferidos”; y castigaban a quienes dijeran “trenes de deportados”. Y a los que arrojaban los cuerpos a las fosas —algunos vivos aún— les prohibían decir “cuerpos” o “cadáveres”; tenían que decir “piezas”, “materiales” o “basura”. El lenguaje es muy traicionero.