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Aunque tardó exactamente 60 años, por fin desembarcó en España el nadaísmo. Punto de Vista Editores acaba de publicar Obra negra, el compendio final de manifiestos, poemas, cuentos, prosas, sermones, triunfos y derrotas de Gonzalo Arango. Y aunque la Colombia que asoma entre sus páginas se fue, ojalá para no volver, su lectura incita a remontarse en el tiempo para recrear las condiciones que dieron origen al movimiento de vanguardia más irreverente y destructivo de las letras nacionales.
Para 1958, cuando Gonzalo Arango publicó su Manifiesto nadaísta, el país había soportado diez años de locura y matazón partidista. Cientos de miles habían muerto en los campos sin saber muy bien por qué, casi como los europeos que salieron cantando a luchar por sus naciones en 1914 y acabaron convertidos en alimento de las ratas. Al recuerdo del desastre se sumaba la perspectiva de la guerra atómica. Atrás quedaba el machete, adelante el hongo nuclear. El existencialismo sartreano agregaba un poco más de desazón al aire. ¿Cómo confiar en las tradiciones intelectuales y culturales de un país que había naufragado en sangre? ¿Cómo darse el lujo de esperar por un mejor mañana o asumir las promesas de la ideología o de la religión?
Los jóvenes, advirtió Gonzalo Arango, ya no podían creer más que en ellos mismos. La nueva causa, la única, era su vida, su vida presente y en busca de lo que podía otorgarles satisfacciones inmediatas. Se afiliaron al P. C. No al Partido Comunista, sino a los Pecados Capitales, a todo lo prohibido por la Iglesia, a todo lo que enardecía el cuerpo ya, aquí y ahora, en este mundo y no los otros posibles, celestiales o venideros. Eran poetas y la poesía ofrecía una única verdad. Este mundo no sólo era el mejor, sino el único posible. Ahí fluía la vida; de cada cual dependía zambullirse o verla pasar desde la orilla.
La regeneración espiritual que predicó Gonzalo Arango no sólo promovió la experimentación, la aventura y el desenfreno. Fue anunciada como destrucción. Para apropiarse de la propia existencia, había que deslegitimar antes todos los valores del establishment y de la cultura colombiana. Transgredir, escandalizar, desmitificar. Que no quedara piedra sobre piedra, porque los viejos pedestales elevaban solemnes efigies que miraban a Dios o la humanidad, nunca al propio ombligo, mucho menos un poquitín más abajo. Y era por allí que encontraba inspiración el nadaísmo. Si el principio terrible era la destrucción, el final feliz era la exacerbación de los sentidos.
Hubo una visión del amor surrealista y otra hippie, y justo en la mitad se quedó la nadaísta. Para los surrealistas consistía en la devoción total y exclusiva por la persona amada; para los hippies, en la liberación del compromiso y de los tabúes. Gonzalo Arango bebió de aquí y de allá. Lo que se ama, decía, no es de uno. Lo da la vida y a la vida ha de regresar. Pero, ojo. Ha de regresar “limpio y ennoblecido”, porque el amor tiene el deber de engrandecer al otro. La persona que hoy se ama, por efecto de ese amor, deberá ser aún más amada por sus futuros amantes. El amor como libertad que ensalza, como experiencia que araña la vida y forja biografía. En el fondo trágico, nihilista y místico de Gonzalo Arango, latía la más pura generosidad.