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Cuando empezaba la pandemia, el escultor español Víctor Ochoa sintió que algo debía hacer para sumarse al mancomunado esfuerzo en contra del virus. Noble y altruistamente, sin esperar nada a cambio, qué va, decidió donar una obra al Ayuntamiento de Madrid. Héroes del COVID-19, la tituló, porque representaba el sacrificio del pueblo madrileño ante la calamidad. Con gran pompa y muchas cámaras, fue a inaugurarla junto a la presidenta de la Comunidad. Pero al quitarle el papel que la cubría lo que se reveló fue un bodrio innombrable, algo así como un fantasma saliendo de un mojón humeante. Pronto se supo que la escultura, lejos de haber sido creada a raíz del virus, llevaba 25 años acumulando polvo. Parecería que en tiempos de crisis cualquier gesto es amor, pero no. Es otra cosa. Las tragedias y las causas nobles están sirviendo para ganar notoriedad pública o para posicionar productos.
Algo similar ocurrió hace poco en Bogotá con el artista John Fitzgerald. Jamás había oído su nombre ni visto ninguna de sus piezas, y ahora las noticias abundan en detalles de su vida y de su causa. Bueno, de sus causas. Porque el escultor, de forma muy performática, se cosió los labios para iniciar una huelga de hambre en protesta por la precariedad de los artistas, por la quiebra de los comerciantes, porque el Gobierno le dio plata a Avianca, porque en Colombia han vuelto las masacres y para que el pueblo se levante. Son tantas causas y tan distintas que uno se pregunta por qué no incluyó alguna más. El cambio climático, por ejemplo, o la violencia contra la población transexual. El caso es que Fitzgerald exigía, bajo la amenaza de dejarse morir, que el presidente Duque fuera hasta su carpa en el centro de Bogotá, justo en la esquina donde plantó una de sus esculturas.
El asunto es en partes iguales trágico y ridículo. Trágico, porque una huelga de hambre no es ninguna tontería, y ridículo porque de aquella “cumbre” entre Duque y Fitzgerald sólo hubiera quedado una performance, el pequeño triunfo de un artista que forzaba a un presidente a someterse a su capricho, de la misma forma en que un artista chantajeaba al primer ministro británico para que tuviera sexo con un cerdo en la serie Black Mirror. Las huelgas de hambre son una medida desesperada que se toma contra la opresión o la injusticia, y en este caso, me temo, se trataba de algo muy distinto: de sobresalir en el competido mercado de la atención pública.
Fitzgerald ya había tratado de chuparle rueda a la fama. Tras el triunfo en el Tour de Francia, corrió a Zipaquirá a donarle al municipio una escultura de Egan Bernal; incluso antes llegó a salir en una publicidad de Óscar Iván Zuluaga, ni más ni menos. Lo trágico de este nuevo intento por estar ahí, donde reviente el cohete, es que evidencia que hoy la fama es la fama y que poco importa que esta se encarne en un deportista o en una tragedia. Ambos salen en los medios, ambos son objeto de debate público, y a cualquiera que busque una posición en el mercado, bien sea una marca, un influencer o un artista como Ochoa o Fitzgerald, le conviene vincularse a ella. Ya no se trata sólo del arte del rebusque, más bien de la sospechosa instrumentalización de las tragedias y de la sensibilidad moral contemporánea para abrirse un nicho en el mercado.