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En el artículo “El jefe es el Gran Hermano: trabajo o privacidad”, el Índice de Coronavirus y Derechos Digitales explica cómo, “de manera dispersa, sin supervisión alguna y en contravía de varias garantías constitucionales y legales, muchos empleadores en el país están convirtiendo las medidas de control de la pandemia en auténticos sistemas de vigilancia y recolección de datos”.
La regulación del Gobierno nacional para reactivar la economía ha disparado esta situación, poniendo al empleador como guardián de sus trabajadores y dándole un rol activo para acciones de rastreo de contactos con el fin de contener la infección. Todo esto, por encima de su función de protección del lugar de trabajo y del personal a su cargo. El Gobierno está expidiendo una serie de protocolos de bioseguridad para cada sector, con base en los lineamientos de la Resolución 666 de 2020 del Ministerio de Salud, donde se sugiere que es obligación de los empleadores recaudar información exhaustiva del estado de salud y temperatura de sus contratistas, empleados y las familias de estas personas.
Aunque el lenguaje de los protocolos de bioseguridad sugiere una obligación, el Ministerio de Salud ha dicho que son recomendaciones voluntarias. Esto último no es que lo diga en voz alta. Es decir, el modelo que promueve el Gobierno nacional es la adopción de medidas que no son necesarias, pero sí son desproporcionadas. Adicionalmente, su actitud frente a la voluntariedad es hasta grosera. A diferencia de Bogotá, que debió echar para atrás la medida que obligaba a entregar datos de movilidad en la ciudad, el Gobierno nacional ha pasado impune con esta estrategia que somete a millones de personas a la vigilancia de su salud, sus cuerpos y su movilidad.
El Gobierno podría aprobar medidas de reactivación económica mucho más conducentes al cuidado de la salud en los lugares de trabajo que generaran un clima de confianza. De esta forma, quien diese positivo a la enfermedad o se encontrase en riesgo especial tendría mayor tranquilidad de informar a su empleador, que intermediaría con las autoridades para avanzar las acciones necesarias. La responsabilidad del Gobierno es dar los lineamientos de forma tal que puedan adaptarse a los diferentes tipos de empleadores de acuerdo a sus propios análisis de riesgos, necesidad y recursos. Los lineamientos actuales no solo estimulan una cultura de vigilancia del trabajador, sino que también están dirigidos a grandes empleadores con buenas capacidades y recursos. En un país donde las mipymes representan el 80% del empleo formal, las recomendaciones del Gobierno solo son viables para una minoría.
No dudo que los empleadores necesitan más y mejor información en esta pandemia para cuidar el sitio de trabajo y para tomar medidas, pero plantear que el eje de la solución es poner en manos de empleadores públicos y privados bases de datos con información sensible de todo el mundo no parece tan inteligente.
Si el Gobierno lo que ofrece es recomendaciones, para la mayoría de los empleadores lo más importante para enfrentar la pandemia es fomentar y construir una relación de protección y confianza colectiva, donde les corresponde definir sus deberes de cuidado e intermediación y atender su obligación de confidencialidad, incluso tener claro que esto es temporal. Si algo ocurre, ¿cuántos de ellos realmente creen que la tonelada de información que recogen y guardan es lo que servirá para enfrentar el problema? El empleador debería empezar por preguntarse: ¿cuál es la información mínima que se requiere para eso?, ¿cómo hacer para que sea de calidad?, ¿qué capacidad tiene para proteger y asegurar la información que protege?, entre otras.
La información debe apoyar las decisiones sobre cuál es la mejor y más segura forma de adelantar el trabajo. Para eso no se necesita saber la temperatura corporal de las personas diariamente. En cambio, sí se necesita reforzar la información sobre autocuidado y señales de alerta, y contar con canales confidenciales y confiables de reporte para quien necesita acompañamiento y para activar acciones de reacción ante alertas.
Presionar para recoger y tratar datos sensibles no es broma, puede crear eventos de apetito de datos y facilitar oportunidades de discriminación laboral. También aumenta el desbalance en la relación de poder e ignora la voluntad de los empleados, que ya es difícil en relaciones laborales. Además, genera obligaciones respecto de los datos personales y los riesgos de seguridad digital que suponen un mayor cuidado digital, que pocas empresas —y menos personas— pueden enfrentar.
Del otro lado, están los trabajadores. Ante la orden del empleador, no se puede hablar de una entrega de datos voluntaria, cuando la consecuencia puede ser perder el trabajo en épocas inciertas. Por eso es importante considerar que, debido el crecimiento de las tecnologías de vigilancia en general, la privacidad en el ámbito laboral ya se percibía como un terreno en disputa que potencia formas de controlar a los trabajadores. Justo cuando el tema empezaba a cuestionarse más ampliamente, se acordaban principios de privacidad y se abría espacio como uno de los temas centrales en las agendas de reivindicación de derechos laborales, llegó el COVID-19 y lo cambió todo. Hoy la regla es tomar, registrar y almacenar la temperatura de los empleados aunque no haya evidencia científica de que eso sirva, perseguir sus desplazamientos, incluso no laborales, y tener sensores en sus trajes especiales. Es decir, se normaliza la vigilancia y no cuestionamos sus límites.
El Gobierno no explicó la necesidad de convertir a los empleadores en vigilantes de la salud y los cuerpos de sus empleados. No diseñó una estrategia de empleadores como cuidadores e intermediarios. Dio la sensación de crear obligaciones y no se preocupa por balancear esa percepción que muchos empleadores adoptan sin reflexionar. Del otro lado, tenemos a trabajadores que no pueden quejarse y a sindicatos que tienen muchas otras urgencias para mirar estos temas importantes.