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Yo quisiera tener la convicción que le he oído a muchos en estos días de que después de que terminen estos encierros, se aplaque el virus y demos por superada la pandemia, muchas cosas habrán cambiado en la sociedad, en los valores, en la conciencia. Y en esa lista incluyen un nuevo respeto a la naturaleza, el autocuidado personal, una mayor solidaridad hacia la propia especie, exigencias más estrictas a quienes nos gobiernan. También le leí a un escritor un pensamiento sobre cómo vinimos a descubrir que vivir era tan simple y placentero como salir a tomarnos un café, caminar por el parque o beber un vino con amigos.
Quisiera tener esa inocencia, y hasta esa fibra poética para creer en todo eso. De entrada, siento que detrás de esos buenos auspicios hay, por ahora y sin soslayar las consecuencias del COVID-19, una victimización pequeño-burguesa por estos tiempos tan duros que nos están tocando vivir en soledad y enclaustramiento. Veo ahí algo de amnesia y desconocimiento. Mirando mis calles vacías y pensando en esas quejas, no logro imaginar lo que fue la vida en el ghetto de Varsovia por la guerra, una peste más horrenda que cualquier otra pandemia, o los 900 días de asedio a Leningrado, por hablar de hechos con sobrevivientes todavía. Y sin irse tan allá, en esos miles para quienes encierro significa no rebusque o sea hambre, y en esos otros miles, venezolanos sobre todo, que no tienen donde encerrarse.
No niego que me emocioné con la noticia del zorrito que fue visto en un parque del barrio Santa Bárbara y por los delfines en los canales de Venecia y el jabalí de Barcelona. Y evoqué a Gonzalo Arango cuando escribió que “la tierra reverdecerá sin nosotros, pero nosotros sin ella no viviremos un instante”. Pero cuando ya no haya cuarentena todos esos animales tendrán que volver a su confinamiento en los bosques más tupidos, las cumbres más lejanas o las simas más profundas.
En estos debates de las redes, he leído como respuesta a los ingenuos, y lo comparto más o menos, que nada va a cambiar mientras no cambie el modelo económico. Y lo suscribo a medias porque ese sí puede cambiar pero para hacerse cada vez peor. El capitalismo, con todos sus bemoles, ha tenido también sus momentos luminosos en los que se gestaron por ejemplo los estados de bienestar y los principios de que la salud, la educación, y la cultura eran obligaciones de verdad para cumplir por los Estados. Hablo de la civilización que nunca ha terminado de arribar a estos extramuros. Aun en esa fórmula perversa de organizarlo todo bajo la dupla ciega de la oferta y la demanda, había una cierta ética de vender objetos que duraran muchos años y que incluso se convertían en metáforas de la unidad y la memoria familiar. La nevera estaba ahí desde que uno era niño y seguía ahí cuando regresaba ya casado; el viejo Tv de cuatro patas reunía al grupo en unos momentos que se volvían un ritual.
Ahora todo lo gobierna ese dispositivo abominable de la obsolescencia programada, y si no, la esquizofrenia de una tecnología que se desactualiza cada año. Entonces los celulares, los computadores, televisores y neveras y todo el resto de esos símbolos de estatus y confort nutren los basureros y se crean islas itinerantes de plástico y basura, y los zorros y los delfines cada vez se alejan más.
El neoliberalismo victorioso luego del fin de las sociedades comunistas no va a permitir que nada cambie, y menos si se encuentra en su instante más glorioso con un Trump amoral, bruto y superfluo, un Putin astuto y sin escrúpulos y otros tantos déspotas y sátrapas. ¿Vieron a Duterte dando la orden de disparar a matar al que incumpla la cuarentena en Filipinas?
A pesar de todo no es el modelo económico el obstáculo más insalvable para un cambio en la psiquis de los hombres y en los órdenes sociales. Hay algo más difícil de purgar y corregir. Hablo de esta civilización de la banalidad tras la muerte de la ilustración, ese tiempo fulgurante que puso en el centro a la razón y veneró el conocimiento como el máximo valor. La razón como un vehículo para huir de los determinismos, las supersticiones, y también las injusticias y las inequidades. A cambio de eso, se implantó sin darnos cuenta toda una resignificación de la trivialidad, construida además sobre una lógica del resumen y una ética de los resultados. Hoy hay más conocimiento que nunca, pero validado en la medida en que se pueda monetizar. Y no constituye prestigio por sí mismo ni es una condición para el éxito. Peor que la economía es esta doctrina de lo superficial que se entrecruza y retroalimenta con la economía en muchos puntos.
Hace un par de meses comprobé aquella máxima de Chesterton de que “el periodismo consiste esencialmente en decir ‘Lord Jones ha muerto’ a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo”. Me ocurrió con la muerte de Kobe Bryant, de quien no había oído nunca y me sentí más solo en este mundo al ver que una cincuentena de diarios, incluido El Tiempo, le dieron su foto de apertura. Ya había resentido algo igual con la noticia de una princesa muriendo en un túnel de París hace 23 años, y ahora con la de su hijo renunciando a la nobleza o algo así; y algo parecido al constatar que Coelho ha vendido 300 millones de libros y que el youtuber Garmendia hace colapsar a Bogotá al presentarse en una Feria.
Es la banalidad que hace ganar a Cristiano Ronaldo un millón de euros y a un científico apenas unos 4.000; es la misma que lleva al poder no a los filósofos sino a los Trump y Bolsonaros, que se sienten con autoridad para contradecir las leyes de la biología y de la vida porque han triunfado en los negocios.