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Tal vez la mayor tragedia humanitaria de Colombia es la violencia contra líderes sociales, que se ha traducido en centenares de asesinatos en los últimos tres años.
Cada uno de esos crímenes es una tragedia humana, pero es también una grave afectación a la democracia por cuanto son asesinados quienes están dedicados a defender los derechos de sus comunidades. En efecto, la democracia no es solo el gobierno del pueblo, por medio del principio de mayoría, sino también un régimen político fundado en los derechos humanos. Los ciudadanos tenemos derecho a exigir que nuestros derechos humanos sean respetados y garantizados por el Estado. El derecho a defender los derechos, que ejercen los líderes y lideresas sociales, está entonces implícito en la idea misma de derechos humanos y es una consecuencia ineludible de asumir una noción robusta de democracia.
La violencia contra un líder social no es solo una violación a sus derechos a la vida, la integridad personal y la libertad de expresión, sino también es una violación del derecho a defender derechos, que está en el corazón de la democracia.
Esta violencia contra los líderes y lideresas sociales era ya muy intensa durante el gobierno Santos, que en este aspecto tuvo resultados deprimentes. Durante el gobierno de Duque la situación no mejoró, sino que incluso se ha agravado en ciertos aspectos. Por ejemplo, según el consejero mayor de la ONIC, desde la firma del Acuerdo de Paz hasta el fin del gobierno Santos fueron asesinados 66 líderes indígenas; desde el inicio del gobierno Duque hasta hoy han sido asesinados 134.
Duque no ha logrado reducir esta violencia por medio de su política (el llamado PAO o Plan de Acción Oportuna), contrariamente a lo sostenido hace algunos meses por su consejero presidencial, Francisco Barbosa, quien aseguró que gracias a esa política los homicidios contra líderes sociales habrían disminuido significativamente. En una columna previa y un blog en La Silla Vacía, en coautoría con Valentina Rozo, mostré que esas afirmaciones de Barbosa no tenían sustento y eran errores fatales, pues implicaban mantener una política que no estaba produciendo resultados.
El Acuerdo de Paz (AP) incluye varios mecanismos y estrategias para enfrentar esa terrible violencia, que podrían producir buenos resultados por cuanto pasan de la protección individual a los líderes amenazados, que es a veces necesaria pero insuficiente, a la búsqueda de unas garantías colectivas que buscan remover los factores de riesgo, nacionales y regionales, que ponen en peligro a quienes defienden los derechos humanos. Sin embargo, sin ninguna explicación razonable, el gobierno Duque se ha negado a poner en marcha esos mecanismos.
Esa negativa es doblemente injustificable: el Gobierno debe cumplir de buena fe el AP, conforme a lo establecido en el Acto Legislativo N° 2 de 2017, y es incomprensible que no ponga en marcha unas políticas que pueden funcionar para enfrentar esta tragedia humanitaria, que mina nuestra democracia. Por esa razón, varios líderes y lideresas sociales amenazados, que representan a los más diversos sectores sociales (indígenas, afros, campesinos, defensores ambientales, mujeres y defensores de la paz), presentaron, con el apoyo de varias organizaciones sociales y de derechos humanos, entre ellas Dejusticia, una tutela para que el Gobierno ponga en marcha los mecanismos de protección y garantía de la defensa de derechos humanos previstos en el AP, que podrían parar esta matazón de líderes sociales, que está también matando nuestra democracia. No es mucho pedir: se trata simplemente de que el Gobierno cumpla la Constitución y garantice el derecho a defender derechos.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.