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ESTÁN POR TODAS PARTES, PONEN restaurantes, abren almacenes, instalan droguerías, invierten en negocios, compran apartamentos, perforan pozos y asisten con entusiasmo a cuanto evento.
Son el desembarco venezolano, así sus integrantes no vengan en barco, sino en avión.
Se les nota por los modales, los gustos y la energía que son burgueses acostumbrados a vivir bien y a trabajar. No se parecen a las demás migraciones vividas por nuestro país en las últimas décadas, motivadas más que todo por la penuria económica, por la falta de oportunidades y por la violencia. Claro, en ellas Colombia actuaba como exportadora masiva de gente, y valgan de ejemplo los cuatro millones de compatriotas que fueron a parar a la Venezuela Saudita que surgió tras el embargo petrolero de la OPEP.
No se necesita ser zahorí para saber que el desembarco de ahora es motivado por la seguidilla de calamidades que Hugo Chávez ha infligido a la mitad de los venezolanos. No son sólo los atropellos y despojos del régimen, sino la dramática inseguridad que se vive en toda Venezuela. Parecerá una ironía, pero hoy Colombia constituye un país seguro a ojos de nuestros vecinos. Tan sorpresiva nos resulta esta noción, que el otro día me veía yo diciéndole a una señora venezolana agraciada y sonriente que tampoco se sobreactuara y que no dejara que sus hijos anduvieran por Bogotá como si vivieran en Suiza.
Colombia, si descontamos los españoles llegados en la Conquista y en la Colonia, nunca fue un país de inmigrantes. Leía no recuerdo dónde que bajo la presidencia de Laureano Gómez tan sólo se les otorgó la ciudadanía colombiana a dos personas, una de ellas un cura español. Quizá sea una exageración, pero no de escala. A lo largo del siglo pasado vinieron del Medio Oriente pequeñas oleadas de sirio-libaneses y tal cual palestino. Antes y después de la Segunda Guerra Mundial llegó un pequeño y muy dinámico contingente judío, ahuyentado por el nazismo. Después ya no vino casi nadie, aparte de Fanny Mikey, de unos cuantos futbolistas y publicistas argentinos y de quienes se quedaban por accidente de casamiento.
Colombia, dado todo lo anterior, no tiene una política amigable a la inmigración y mucho menos otra que la fomente. Se dice con razón que los colombianos somos hospitalarios, pero eso ciertamente no incluye al Estado. Pensar, por ejemplo, que alguien tenga que aprenderse la espantosa letra del Himno Nacional para obtener la nacionalidad me parece de una crueldad extrema: cómo así que la Virgen sus cabellos arranca en agonía. Hace unas semanas la propia canciller Holguín desestimaba las opiniones de dos ilustres intelectuales nacionalizadas y, por ende, tan colombianas como ella, porque dizque eran “extranjeras” mal informadas. Mal informada ella.
Otro cantar es la catastrófica política de Chávez que en este caso favorece a Colombia. Resulta sencillamente criminal expulsar gente educada y productiva de un país en desarrollo a causa del delirio megalómano de un caudillo. No estoy diciendo con ello que los burgueses, venezolanos o de cualquier parte, sean almas puras, sino que dadas unas reglas de juego claras y establecidos unos límites serios e inteligentes, la burguesía genera empleo, desarrollo y bienestar, y que si la ahuyentas, hará lo mismo en otra parte.
En fin, por mí que siga el desembarco, así luego nos toque tolerar acepciones nuevas del muy raizal concepto de “arepa”.
andreshoyos@elmalpensante.com @andrewholes en Twitter