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En 1883 decía el diplomático argentino Miguel Cané que no más de diez compatriotas suyos habían pisado Bogotá en lo que llevaba trascurrido desde el siglo XVI. Él mismo, para llegar a esa ciudad perdida en los Andes, recluida en sus rituales anacrónicos y obsesionada con la Grecia clásica, tuvo que remontar el río Magdalena desde el Caribe y continuar desde Honda escoltado por un escuadrón de indios portadores. La llegada a Bogotá era —y siguió siendo— inhóspita para los extranjeros. Primero por la ausencia de vías de comunicación, más adelante por la violencia política, finalmente por el narcotráfico y la amenaza guerrillera, no fueron muchos los foráneos que se decidieran por Bogotá y en general por Colombia a la hora de escapar de las guerras europeas o las crisis económicas.
Ocurría lo contrario: Colombia producía migrantes. En Estados Unidos, en España, en Ecuador las comunidades colombianas se hicieron demográficamente significativas. Y en Venezuela, desde luego, un país que además de acoger a los cientos de miles de colombianos que huyeron de la violencia y la pobreza también abrió sus puertas a los exiliados políticos de todas las dictaduras del continente. Porque desde 1960, nuestro vecino fue la excepción positiva del continente. Aun soportando inequidades, comparativamente era próspera, democrática y parecía purgada de amenazas golpistas y levantamientos armados. Era el lugar apropiado en el cual guarecerse del autoritarismo militar o de la violencia revolucionaria, algo que hoy el resto del continente tiene que recordar y corresponder abriendo sus fronteras para permitir el éxodo masivo de venezolanos que, con o sin pasaporte, necesitan desplazarse en busca de una nueva oportunidad en la vida.
No sorprende la degeneración del chavismo, pronosticada desde el día uno. Sorprende el nivel de crueldad al que ha llegado el régimen de Maduro, incapaz de enmendar ni siquiera un paso en su alocada y previsible carrera hacia el desastre. Tampoco sorprende el silencio de quienes hasta ayer decían que Venezuela era para ellos una “patria de acogida” (Íñigo Errejón), o un país donde no se gobernaba para “una minoría de privilegiados y contra las mayorías sociales” (Pablo Iglesias), o “un país que está dando esperanzas a los pobres” (Juan Carlos Monedero). Si como académicos los líderes de Podemos demostraron un interés real y serio por los procesos políticos latinoamericanos, como políticos cayeron muy pronto en la vileza que iguala por lo bajo a lo peor del gremio: lo que no sirve que no estorbe: si te vi no me acuerdo, Venezuela.
De manera que ahora estos migrantes, que ya no tienen nada, sólo cuentan con la solidaridad de los países vecinos. Y es el momento de que Colombia, y también otros países como Perú, del que salieron cientos de miles de personas en los 80 por la hiperinflación generada por otro populista, Alan García, o Ecuador, hasta no hace mucho alineado con Maduro, les tiendan una mano a estas personas desesperadas. Y que ningún oportunista intente, como ya está ocurriendo en el Perú, despertar odios con fines electorales. Al contrario. La dichosa integración latinoamericana que Chávez quiso imponer con chantajes petroleros tal vez empiece a lograrse a partir de la solidaridad con las víctimas de la entelequia bolivariana.