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A veces temo que me estoy convirtiendo en un sujeto despreciable. Como si los años me llegaran con el rencor de los niños rechazados, y las ideas de la década de los 90, o lo que yo recuerdo que fueron esas ideas, se me estuvieran aferrando al cerebro como placa bacteriana. En los 90 era adolescente y quizás escuché a Marilyn Manson más de la cuenta, leí demasiado al marqués de Sade.
Digo esto porque, el fin de semana, Fernando Vallejo publicó en El Reverbero de Juan Paz una columna con una nota aclaratoria. Decía que El Espectador se había negado a publicarla y por eso lo hacía en el portal. La leí y entendí una decisión que, al momento de yo escribir este texto, no ha sido confirmada por el periódico. La entendí, digo, pero también me dejó incómodo.
La semana pasada escribí una defensa de la libertad de expresión y la decisión de El Espectador de publicar a Vallejo, precisamente argumentando que, si a él se le había concedido el espacio para escribir sobre el COVID-19, podía prescindir de ciertas reglas que se le exigen al periodismo, como tener coherencia informativa.
Dije que varios periodistas estaban juzgando la conveniencia de publicar a Vallejo partiendo de los criterios que aplican para sus colegas; es decir, ser fiel a la verdad o no desinformar. Opiné que eso confundía la libertad de prensa con la libertad de expresión; la primera es informar sin restricciones, mientras la segunda es publicar sin restricciones.
Si el comentario de El Reverbero es cierto, Vallejo finalmente cruzó los generosos límites de El Espectador. Mientras no haya un pronunciamiento del periódico, que considero tendría un valor pedagógico, no sabemos qué motivó la decisión. Quien lo lea puede suponerlo. El texto de Fernando Vallejo es un canalla ataque personal contra Héctor Abad, un escritor que ha sido columnista del periódico durante casi dos décadas. El Espectador no tiene por qué prestarse para publicar insultos contra uno de sus colaboradores más constantes.
Pero la columna no violaba la ley. No calumniaba, sino insultaba, y he leído columnas muy duras contra ciertas figuras públicas. Irónicamente y a pesar de sus mezquinas intenciones, la calidad literaria del texto era mejor que las columnas publicadas sobre el COVID-19, sin ser excepcional, claro. La pluma de Vallejo está oxidada.
Entonces digo que me estoy convirtiendo en un tipo despreciable, porque un mal sendero tuve que haber tomado, en mi decepcionante camino hacia la madurez profesional, para estar protegiendo el derecho de Fernando Vallejo a publicar bodrios. Me pregunto si en estos tiempos moralistas, en que el respeto a la verdad está por encima del respeto a la libre expresión, y el juicio sobre el valor de la obra artística viene acompañado de un juicio sobre los valores del artista, no estaré quizás cometiendo un pecado similar al de un maoísta en los años 80. En suma, que yo crea ser un progresista cuando en realidad soy un reaccionario más.
Quizás era menos complejo antes, en los 90, cuando los patanes maledicentes eran tipos inofensivos: no el presidente de los Estados Unidos o el de Brasil. Si acaso eran novelistas famosos. Y es mi tolerancia instintiva a la maledicencia del artista, cuya defensa será anticuada, la que esta semana me genera disonancia cognitiva.
Twitter: @santiagovillach