El furor de los libros

Héctor Abad Faciolince
22 de abril de 2018 - 07:00 a. m.
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Este fin de semana es el “Día del Libro”. Alrededor de estas fechas, aunque en distintos calendarios, murieron grandes escritores (Cervantes, Shakespeare, el inca Garcilaso, Josep Pla…) y la Unesco decidió que el 23 de abril, o el fin de semana más próximo a esta fecha, se aprovechara para fomentar la lectura, defender los libros, la industria editorial, etc. La ocasión la pintan calva, y hay que agarrarla de los pelos que no tiene, al vuelo. A eso voy.

Cervantes firmó el prólogo a su última novela, Persiles y Segismunda, el 19 de abril de 1616, cuatro días antes de morir, y al dedicar el libro al Conde de Lemos, cita unas coplas antiguas que, aunque él “no quisiera que vinieran tan a pelo”, se le aplican, pues el día anterior le habían dado la extremaunción: “Puesto ya el pie en el estribo / con las ansias de la muerte, /gran señor, esta te escribo”. Y añade enseguida: “El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir”. Es decir que Cervantes se está muriendo sin ganas, y que si no se ha muerto es sólo por el deseo que tiene de escribir todavía algunos libros que ya están escritos en su alma: Las semanas del jardín y la segunda parte de La Galatea. Pero no, ambos libros se murieron con su alma, poco después.

No creo que mucha gente haya leído La historia de los trabajos de Persiles y Segismunda. Se trata de una novela bizantina en la que dos amantes, durante un largo viaje, deben superar infinidad de aventuras antes de conseguir, finalmente, casarse. Pese a la desmesura de la trama, a la ingenuidad de muchas peripecias entrelazadas, en el ritmo vertiginoso y totalmente inverosímil de los cuentos uno se amaña leyéndolo. El Persiles es uno de esos típicos libros que uno tiene ahí, en la biblioteca, pensando que debe tenerlos porque nunca se sabe, pero que nunca lee. O que de pronto, una noche de insomnio, por pura desesperación o por simple aburrimiento, uno los coge y los lee, o al menos los empieza hasta el capítulo 13, y los deja, y se imagina el resto.

Muchos libros son así, compañeros de ruta en una noche de angustia o en un día de asueto. Los que tenemos tantos libros que no nos caben en la casa (ya invaden la cocina, el comedor, los baños), y aunque ya no haya tiempo para leerlos todos, los seguimos guardando porque sabemos que alguno de ellos nos va a salvar, alguna vez, de la desesperación. Bien decía Montesquieau: “Jamais j’eu de chagrin qu’une heure de lectura n’ait dissipée”, es decir, “Jamás tuve un desconsuelo que una hora de lectura no hubiera disipado”. Porque eso es la lectura, como el amor o la música, como la amistad o las películas: aquello que nos salva. ¿Se puede pedir más?

Nunca he contado cuántos libros tengo: leídos, releídos, sin leer, intonsos, desgarrados, anotados, ajados, como nuevos, con o sin dedicatoria, con ladillos, mordidos por el perro, picados de polilla, baratos, caros, bellos como obras de arte, en idiomas que sé o que no sé pero quiero aprender, en verso y en prosa, de bolsillo, incunables… Como vivo solo, los siento que gravitan sobre mí, y que a veces susurran, me acompañan, me guiñan el ojo, coquetean, se esconden, me detestan, me ignoran o me abrazan, y yo a veces los sobo, los rayo, los beso como un cura besa el Evangelio, los huelo como huelo a mi mujer. En fin, están ahí, vivos, llenos de voces mudas, latentes, a punto de empezar a discurrir, como niños que no hablan todavía, pero que ya están llenos de palabras por dentro.

A veces digo que los quiero donar, que quiero irme “ligero de equipaje”, y les pido permiso a mis hijos, pero ellos se niegan, y no por egoísmo, sino que me lo explican hablando de mis libros como si fueran amigos: “No, pa’, con lo que gozas con ellos, como los miras, como los mimas, ni se te ocurra, el día que los dones te vas a morir”. Habrá que esperar, pues, a tener un pie en el estribo, y ojalá falte mucho, pues queda mucho por leer aún.

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