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EL JUEVES ESTABA YO TOMANDO NOtas para componer aquí una reflexión sobre la caridad, sobre las maneras de pedir y los engaños que procuran la dádiva, sobre la oportunidad que la limosna entraña para el que da y la función histriónica de quien pide...
EL JUEVES ESTABA YO TOMANDO NOtas para componer aquí una reflexión sobre la caridad, sobre las maneras de pedir y los engaños que procuran la dádiva, sobre la oportunidad que la limosna entraña para el que da y la función histriónica de quien pide, y sobre esa costumbre colombiana de inoficiosa gentileza de decir “por favor” y “regáleme” aunque no se esté pidiendo nada sino exigiendo, cuando entré en Internet y vi que se notificaba de la muerte del Mono Jojoy con una foto en la que el guerrillero sale vivo y de perfil, con un brazo extendido que puede significar “Sí, por aquí, pase” o bien “No, vaya para allá”, con el fusil al hombro y al lado un cartón manuscrito en mayúsculas —como los de los mendigos— en el que se lee —como un coherente epitafio al comandante de una guerrilla que quiso ser justiciera— la brillante contradicción: “Por favor proibida (sic) la entrada”.
Lo de la inopia y la piedad quedó para otro día, pues durante el resto de ese y el siguiente me dediqué, en cambio, a tomar nota de la estrangulación que sufre el lenguaje a manos de la guerra; de esa extorsión que hace que el lenguaje sea desbocadamente equívoco y delate sin tregua la alienación de la voluntad y del sentido. Empecemos por los nombres que hieráticamente eligen los guerrilleros colombianos como si más que pasar a la clandestinidad se convirtieran a una religión. El hecho de que en la calle y en los medios estemos refiriéndonos al muerto como “Mono Jojoy” y ni una vez como “Víctor Julio Suárez” ni como “Jorge Briceño”, su alias de nombre y apellido, es enigmático. Algo hay de negación de sepultura y mucho de ambivalencia en la familiaridad casi tierna del apodo, y esto resulta más misterioso cuando en las páginas de propaganda de las Farc se llama siempre Briceño al mismo muerto.
Para seguir con los casos de este vernáculo bélico, está el curioso nombre del operativo en el que cayó el guerrillero, “Sodoma”. Mientras que “Operación Jaque” era extraño en tanto que aludía a una guerra simulada —el juego de ajedrez—, “Operación Sodoma” desconcierta al ofrecer un comentario sobre la presunta violencia del sexo anal. Y la metáfora ha seguido encadenándose en boca del ministro de Defensa, quien ha llamado al operativo “operación quirúrgica”.
Ha habido en los últimos días otros momentos en que el lenguaje se ha mostrado independiente de la conciencia. El mentado ministro le aseguraba a Alfonso Cano que si se entregaba se le garantizaría la vida, olvidando añadir “como manda la ley”, pues no es dádiva garantizar la vida de un reo que se entrega en un país donde no existe la pena capital. Y ha habido más chistes, por así decirlo: el término “campamento madre”, la frase “bombas inteligentes”, la comparación que hizo el Presidente de la baja de Jojoy con la hipotética de Bin Laden —desacertada por la distancia entre los personajes en cuanto a relevancia mediática y global—, la equivalencia que estableció un telediario de los campos de concentración nazis con las cárceles de secuestrados basándose en que ambos tuvieran alambres de púas, y la boba obviedad del ex comisionado de paz, que calificó al sanguinario Jojoy de “frío y calculador”.
Pero el término que más ha brillado como moneda falsa en torno al cadáver ha sido el de “alegría”. Que los civiles profesen sentir alegría —ni siquiera alivio— por un bombardeo en medio de la guerra dice mucho sobre nuestra semántica emocional, que a fuerza de muertes se ha vuelto especialmente apta para componer epitafios, género de la contradicción por excelencia (“Estoy muerto y aquí hablo a través de ustedes, que leerán una y otra vez lo que hayan inscrito en mi sepulcro”).
