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El malestar social que vive Colombia y la forma como se está expresando son pruebas fehacientes de que nuestros partidos políticos no son capaces de canalizar las preocupaciones y aspiraciones de los colombianos.
No están cumpliendo su rol como instrumentos de interpretación de los diferentes sectores sociales para que, en el marco del diálogo democrático, se puedan resolver las pujas entre los intereses opuestos que existen en toda sociedad.
Ese divorcio no es nuevo. Hace más de 60 años Jorge Eliécer Gaitán lo planteó al señalar la distancia que existía entre el país político y el país nacional. La élite política, más preocupada por mantener su parcela de poder y proteger sus privilegios, había olvidado su rol principal de interpretar y representar a los ciudadanos de a pie, al país nacional, y defender sus intereses.
Cuarenta años después Luis Carlos Galán, en un esfuerzo por resolver ese divorcio, dio una batalla por democratizar los partidos y romper, a través de mecanismos como la consulta popular, el control que esas élites ejercían sobre los canales de participación política.
Sería un error no reconocer los esfuerzos realizados y, sobre todo, los avances normativos logrados. Por una parte, la Constitución de 1991 amplió los mecanismos de participación ciudadana y profundizó la descentralización. Por otra parte, ha habido intentos por acercar los partidos a la ciudadanía: varios eligen periódicamente a sus directorios, todos tienen (al menos en principio) espacios para impulsar la participación de las minorías y normas como la ley de bancadas los obligan a tomar decisiones en conjunto en procura de tener algo de coherencia ideológica.
Pero, pese a esos esfuerzos y a que los partidos siguen siendo (y seguramente seguirán siendo por un tiempo) mayoritarios a la hora de llenar las urnas, la inmensa mayoría de ese país nacional ni milita en ellos ni se siente representada por ellos. Y esto tiende a agravarse. Por lo general la gente los ve más preocupados por superar el umbral, por ganar las elecciones aquí o allá y por aceitar sus maquinarias con burocracia que por encontrar soluciones concretas y adecuadas a las diferentes problemáticas.
Prácticamente ninguno se libra de escándalos: parapolítica, narcopolítica, farcpolítica, yidispolítica, carrusel de contratos... Y por lo general sus dirigentes son lentos para reaccionar ante esos casos, se quedan casi siempre esperando la plena prueba y dejan que la justicia tome las decisiones por ellos.
No les interesa tomar medidas de fondo para depurarse y si alguien alza la voz en ese sentido no lo bajan de irresponsable. Se sienten muy cómodos con el voto preferente pues así garantizan que cada cual dependa de sí mismo: unos pocos (la minoría), de su sintonía con la opinión; otros (la mayoría), de su maquinaria y de inmensas cantidades de dinero que superan todos los topes y hacen ver las campañas al Congreso como campañas presidenciales.
Todo esto, como lo vimos esta semana, los aleja cada vez más de una sociedad que reclama y espera respuestas y soluciones a sus preguntas y problemas.
Precisamente por eso han proliferado movimientos independientes o ciudadanos. Estos hasta ahora no han logrado ser más que expresiones personalistas de aspiraciones coyunturales que poco sirven en la construcción de la cultura política del país, por más buenas intenciones que tengan algunos de sus dirigentes.
Cuando surja, o cuando resurja, un movimiento o partido que entienda cuál es su verdadero rol, que se formule como un verdadero proyecto colectivo y no personalista, que sea coherente ideológicamente, que sea intransigente con el clientelismo y la corrupción y en el cual los ciudadanos encuentren un verdadero espacio de reflexión política, no solamente se podrá canalizar de manera más democrática el malestar social sino que se empezará de verdad a superar ese divorcio entre el país político y el país nacional. El espacio está dado.