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En las grandes obras de teatro siempre hay tres aspectos escenográficos que construyen la intención de su autor: lo trágico, lo cómico y lo satírico. En la mise en escene conducida y organizada por el trumpismo el pasado 6 de enero, cada uno de estos elementos permitió elaborar el mensaje de su artista dramaturgo: Donald Trump. Nunca desde la fundación de los Estados Unidos, el mundo había podido ver en vivo y en directo una simbólica acción perpetrada contra el sistema democrático de la mayor potencia de Occidente. Algunos dirán que también lo fueron los ataques del 11 de septiembre. Sin embargo, estos de la semana anterior fueron inoculados por conciudadanos estadounidenses, mientras que los aviones que impactaron a Nueva York y al mundo en 2001 fueron provocados por extremistas extranjeros.
Pero así como hay una recreación de esta “opera prima”, de igual manera existen símbolos que permiten la recordación de diálogos o actuaciones para que los espectadores no echen al olvido el espectáculo observado. Lo provocado por las hordas trumpistas en la capital de ese país tiene mucho de emblemático. Por ejemplo, la exhibición de la bandera confederada. Quien la portaba tuvo la intención de hacer alegoría a los estados esclavistas del sur de ese país y dejar la percepción de violencia y racismo que los seguidores del KKK exhiben cada vez que quieren recordale al mundo la execrable ideología de los supremacistas blancos. Ni siquiera en la guerra civil norteamericana alguien paseó, como Pedro por su casa, una insignia recordatoria de tamaña ignominia. Por el rictus de quien la portaba, se puede colegir que había conocido los resultados de ese día en Georgia donde por primera vez en los Estados Unidos un ciudadano afroamericano ganaba una curul en el Senado para representar a ese estado y al sur de la Unión Americana. ¿Tragedia o sátira?
Otra imagen para la historia de las horas de amenaza contra las instituciones de ese país fue la de varios radicales con esposas policiales que afanosamente buscaban unas manos para asegurar o secuestrar. Lo que se puede interpretar es la intención premeditada de algunos de estos asaltantes de querer detener a los congresistas, porque dudo mucho que quisieran “echarle mano” al propio vicepresidente de Trump, Mike Pence, que oficiaba, como lo indica la Constitución de ese país, como presidente del Congreso que debía dar la ratificación de la victoria a Joe Biden y Kamala Harris. Podría esta ser la parte cómica de la semiótica teatral de estos antidemocráticos acontecimientos, porque en su afán por “esposar” burócratas hubieran podido confundir el segundo de Trump con un odiado adversario.
El último elemento de esta primigenia interpretación de la iconografía de este ingrato momento para la historia, fue la forma, sin duda cómica, como los agresores parecían más preocupados por tomarse selfis que por elevar una proclama o enviar un mensaje elaborado y estructurado que permitiera un anáisis de sus ulteriores intenciones. Tenían un libreto muy simplista, como las escasas palabras que utiliza el creador de la obra, pero por lo observado querían más tener un recuerdo de su grotesca visita al capitolio que consolidar una revolución. Hasta en eso perdieron los seguidores de Trump.
Para rematar, a mi modo de ver, viene lo realmente trágico. Un niño de 11 años ve estas expresiones y en su imaginario de futuro ciudadano podrá pensar que así se maneja el nuevo mundo. De pronto eso es lo que quiere el creador de esta trama.