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Según Winston Churchill, “muchos miran al empresario como el lobo al que hay que abatir; otros como la vaca a la que hay que ordeñar; pero muy pocos lo miran como el caballo que tira del carro”. Difícil expresarlo mejor.
Si uno vive en un país donde impera la ley y las normas se cumplen, los empresarios serán productivos en la mayoría de las circunstancias. Bastará con ponerles reglas claras, cobrarles impuestos razonables y dejarlos trabajar. Unos ganarán, otros perderán, pero en general habrá dinamismo y crecimiento económico, derivados de la competencia, tan vilipendiada como indispensable. De más está decir que el llanto de los perdedores es más estridente que la alegría de los ganadores. Esto puede llevarlo a uno a pensar, por ejemplo, que la libertad de comercio es dañina. Lo contrario está demostrado, así también lo esté que toda sociedad justa debe compensar y ayudar a reubicar a los perdedores de esta o de cualquier otra política pública.
Supongo que, tras el elogio, bien pueden venir las advertencias.
Tres son las condiciones en las que los empresarios se vuelven peligrosos. La primera es cuando obtienen un monopolio. Como ven entrar dinero a chorros, muchos hacen lo que sea con tal de que el chorro siga, es decir, para que el monopolio se mantenga. Se conocen muchos casos emblemáticos de esto.
La segunda es cuando están metidos en un negocio malo o que se daña de manera súbita. Entonces son capaces de intentar las piruetas más estrambóticas para salvar lo insalvable o para lucrarse personalmente antes que el barco se hunda. Uno podría poner de ejemplo a Carlos Palacino y la debacle de Saludcoop, pero más dramático y significativo todavía es lo que está pasando con las empresas que producen comida chatarra y, sobre todo, bebidas azucaradas. El mercado para estas últimas tendrá que reducirse dramáticamente si el mundo ha de superar la actual epidemia de obesidad, según lo demuestra el documental Fed Up (Hastiados), visible aquí con subtítulos: http://bit.ly/2LRb3w8. Muy claro queda allí que estas grandes empresas están recorriendo el mismo camino que en su momento recorrieron las tabacaleras.
La tercera condición peligrosa es cuando el empresario encuentra una tentación ilegal fácil y a mano. Entonces es casi imposible que no haya un contingente, con la moral distraída, que caiga en la tentación y se aproveche. Las obras públicas en América Latina, en las que una montaña de dinero está a pocas coimas de distancia, inducen a compañías como Odebrecht a cruzar la raya y sobornar a medio continente. Pero hay un ejemplo todavía más dramático: el de las farmacéuticas de Estados Unidos. Un buen día algunas entendieron que podían activar un mercado en extremo lucrativo para vender opiáceos y a eso se dedicaron. Poco les importó engendrar así un gigantesco mercado negro que, al tratar el Estado de frenarlo, dio lugar a un espectacular aumento en el abuso de la heroína. Cientos de miles de americanos han muerto por sobredosis como consecuencia de este mercadeo aterrador.
En fin, la fobia a los empresarios conduce a catástrofes, como la de Venezuela o la que lleva más de medio siglo en Cuba. No, hay que dejarlos trabajar. Sin embargo, la libertad absoluta también puede llevar a grandes calamidades, de suerte que una intervención vigorosa aunque acotada del Estado en la economía es indispensable.
andreshoyos@elmalpensante.com, @andrewholes
P.S.: Este domingo hay que salir a votar, sí o no, a las siete preguntas de la consulta anticorrupción.
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