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El decreto pasó inadvertido. No me sorprendió ni lo uno ni lo otro: ni el decreto ni su poco eco. Fue emitido el 28 de noviembre de 2020 y “ordena el cierre de las fronteras terrestres y fluviales con Panamá, Ecuador, Perú, Brasil y Venezuela desde el martes 1.° de diciembre y hasta el próximo 16 de enero”. Bueno, para ser precisos lo que hace es extender una vez más un cierre que completará diez meses. Sí, diez meses con las fronteras cerradas. ¿Se imaginan la frontera de Estados Unidos con Canadá o de Francia con España diez meses cerrada?
Debo, eso sí, aclarar el alcance del decreto. Si esos ciudadanos de nuestros países vecinos quisieran entrar al país en un crucero o en su yate, pagando un tiquete de avión o usando su avión privado, se les recibe con los brazos abiertos. Ni más faltaba. Son, literalmente, los de a pie los que no son bienvenidos.
La razón del cierre, la disculpa añadiría yo, es la pandemia. Vaya uno a saber, pensarán sus autores, si esos forasteros traen algún virus. Claro que visitantes que llegan en avión, yate o crucero tienen el mismo problema. ¿O será que el virus transportado en yate tiene una alcurnia distinta que amerite un tratamiento diferente?
Argumentaría que la medida y su poco eco son más bien el reflejo de un país cerrado, poco acostumbrado a la migración y los extranjeros, temeroso de su llegada, desconfiado de sus intenciones, ajeno a sus externalidades positivas, preocupado por sus efectos que presumimos nocivos (con o sin pandemia), en fin, el país de “no quiero estigmatizar… pero…”. Pongámosle números: en 2015, antes de la diáspora venezolana, la población extranjera viviendo en Colombia no llegaba al 0,3 % del total. En el ranquin mundial, ocupábamos el puesto 271 en migrantes per cápita. Solo había 12 países con cifras menores: teníamos un poco menos que Somalia, un poco más que Corea del Norte.
Sin duda, una parte del problema es de oferta. Con un conflicto armado de medio siglo había cientos de destinos que lucían más atractivos para aquellos buscando una vida lejos de casa. Pero también hay un problema de demanda. Nunca hemos tenido una política para atraer migrantes y nuestras reglas de juego parecen diseñadas para ahuyentar extranjeros. Conseguir permisos de trabajo, una cédula de extranjería, renovarla, abrir una cuenta bancaria, firmar un canon de arrendamiento, nacionalizarse y ahora incluso entrar “a pie” requieren procesos kafkianos. (¡Invitar a un profesor extranjero a dictar una cátedra de un par de horas remuneradas exige que este obtenga una visa de trabajo!).
La diáspora venezolana expulsó a millones de su país y muchos han pasado por o se han quedado en Colombia. Pero ni con esa diáspora somos un país con muchos inmigrantes relativos a la población. Avanzamos a la posición 202. Eso tampoco nos ha convertido en un país amable para los migrantes: la gran mayoría son considerados “ilegales” y a los migrantes legales de esa diáspora les dimos permisos temporales de permanencia. No vaya a ser que crean que aquí se pueden quedar, que esta es su casa.