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La novela que más quiero de Saramago es El Año de la Muerte de Ricardo Reis. Ya saben los lectores que Ricardo Reis es uno de los nombres -de los heterónimos-, del gran poeta portugués Fernando Pessoa. Pessoa creó no menos de cuatro personajes literarios y a cada uno le dio un carácter, una tesitura emocional y psicológica, ¡y una obra literaria! Sí, así es, hizo cuatro obras literarias diferentes. Por lo menos.
Saramago imagina que Ricardo Reis vuelve de Brasil a Lisboa, el año en que va a morir. Vemos el barco enorme atracando, mientras llueve sin alivio ni perdón. Esa es la atmósfera. A los pocos días, en un periódico local leerá Ricardo Reis que ha muerto en la ciudad Fernando Pessoa, cuyo fantasma lo empezará a visitar. Todo esto imaginó Saramago en su inmensamente bella novela. Yo llevo en el corazón, además, una muchacha de veinte años, huésped del mismo hotel familiar en que se aloja Reis, de pelo liso y dulce, muy pálida, que tiene una mano enferma, seca, muerta, que ella pone en la mesa del comedor como si fuera un animalito dormido. Mano “doblemente izquierda” dirá Saramago.
En fin. Yo, que he viajado más bien poco, di una vez con mis huesos en Lisboa. Vi en una guía que había un mirador arriba del Chiado y lo quise conocer. Quería mirar desde lo alto el río Tajo. Sólo cuando estuve allí, leyendo el nombre en un letrero -Miradouro de Santa Catarina-, ¡recordé que aparece en la novela! Ricardo Reis frecuenta el mirador y espera a que unos ancianos dejen en una de las bancas, después de leerlos, los periódicos del día. ¡Sí! Además, en el sitio hay una estatua de Adamastor, un gigante marino que viene en Os Lusíadas, la obra del gran clásico de ellos, Luís de Camoens, del siglo XVI. O sea, en ese lugar, tres portentos de las letras portuguesas: Camoens, Pessoa y Saramago. Y abajo discurre el Tajo…
Una vez vino a almorzar a nuestra casa Saramago. Lo convidó Laura Restrepo. Era domingo. Vino el hombre con vestido de paño, camisa blanca y corbata. Qué sencillez. Qué maneras. Como si dijera: ustedes, amigos colombianos, me han invitado y yo he venido, honrado, a su casa. Qué cálida, qué dulce persona. Y lo que digo, qué maneras, qué ademanes, en todo momento revestidos de una antigua humildad, de una natural llaneza.
Muchas horas estuvimos con él. Y con Pilar del Río, su mujer. Yo lo miraba y lo miraba, conmovido. Pensaba para mis adentros: este hombre, que ha ganado el premio Nobel de literatura, que ha recreado una docena de las novelas más importantes del siglo XX, que es conocido y leído y querido en todos los confines del mundo, es, en verdad, la sencillez hecha carne. El espejo de lo genuino, de la bondad.
Seguramente, Saramago nunca olvidó quién era ni de dónde venía. Nunca olvidó su gente campesina y su campo del Alentejo. Nunca. Una vez contó cómo de niño, en el invierno, sentía tanto frío que metía a la cama a los lechones, a los marranitos recién nacidos. Así conseguía por fin calentarse.
Y de paso protegía a las crías vitales.