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Nos recetan para el presunto desarrollo, para la productividad, para que crezca el producto interno bruto, para el avance de la cuarta revolución industrial, para todo. Menos para la equidad y la justicia social. Nos indican cómo debe ser el mercado interno, cómo los salarios, cómo hacer que los pobres, que son tantos, no se vayan a soliviantar sino, al contrario, asuman la “servidumbre voluntaria”, sin repulsas, solo como sujetos que puedan consumir algo, que estén al margen de las causas de su miseria, sin pensar, sin contestar.
Nos dicen cómo debe ser el sistema pensional y, de a poco, ir aumentando la edad de la jubilación y reduciendo las mesadas. Nos dan fórmulas mágicas para que vivamos mejor, con salarios risibles, con desempleo ascendente, con asaltos a las cesantías… Y otras veces, como sucedió con la pasada directora gerente del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, cómo hacer vivir menos, porque el mundo está lleno de viejos que hacen peligrar la economía global. ¿Se acuerdan?
Por estas geografías, donde ha habido leyes antipopulares a granel, donde hemos acogido sin chistar todo lo que los organismos internacionales nos prescriben (o nos imponen), ya están batiendo que los jóvenes, los menores de 25, para que puedan ingresar más temprano al mercado laboral hay que pagarles menos, por debajo del salario mínimo. Y no falta el preclaro politicón que diga que hay que aumentar la edad de jubilación a los setenta, o a los ochenta, debido a que ha subido la expectativa de vida. Ah, y que sean los privados los que manejen los fondos pensionales.
O, en otras palabras, la han cogido de un lado y del otro. La señora Lagarde había propuesto una especie de “solución final” contra los viejos, que en su momento nos hizo recordar, por ejemplo, la novela Diario de la guerra del cerdo, de Bioy Casares, y hasta La naranja mecánica, de Anthony Burgess. O, en plata blanca, hay que exterminar a la “vejedumbre”, a los vejestorios. Pasarlos a mejor vida. No solo porque estorban sino porque implican gastos.
¿Qué proponía al respecto el FMI? Nada más y nada menos que el recorte de las pensiones, el aumento de las cotizaciones y la posibilidad de que “los Estados contraten con aseguradoras privadas la cobertura de ese riesgo de que la gente viva más de lo esperado”. Ya para entonces se había muerto Norberto Bobbio, que seguro hubiera también interpuesto ante doña Lagarde alguna protesta, como aquella que puso en circulación, cuando el filósofo italiano tenía 80 años: hoy los viejos viven una “vejez ofendida, abandonada, marginada por una sociedad más preocupada por la innovación y el consumo que por la memoria”.
Bueno, pero ahora los vejados no son solo los viejos. También los jóvenes, con propuestas como las de Anif y Fenalco, que tal vez estén muy sintonizadas con los dictados del FMI y otros organismos similares, y con los intereses de las corporaciones internacionales. Hay que abaratar la mano de obra. Y entre menos derechos tenga esta, mejor.
Y ya que el FMI sigue interfiriendo en América Latina, no sobra apuntar hacia Ecuador. Los recientes acontecimientos en ese país, donde el levantamiento indígena y de otros sectores de la población dio al traste con las medidas adoptadas por el gobierno de Lenin Moreno según las prescripciones del Fondo, son un ejemplo de dignidad y soberanía de parte de los ecuatorianos. La violenta represión oficial, que causó muertos y heridos, no pudo dar al traste con los pedidos de justicia y la exigencia popular de derogar el decreto 883 o el “Paquetazo”.
La líder indígena Ana María Huacho, dijo: “Debemos todos estar en pie. No nos cansamos. Estamos en todos los caminos. Estamos de pie por nuestros derechos. La prensa solo está sacando lo del gobierno… es una prensa corrupta. Le pedimos que saque lo que decimos, no sacan lo de los muertos ni los de los detenidos”. En doce días de protestas los pueblos indígenas del Ecuador les dieron vuelta a las intenciones despóticas del gobierno y el FMI.
Otra vez demostraron los ecuatorianos que ya no es el tiempo de la servidumbre, de las discriminaciones, de las humillaciones ni de la explotación, como alguna vez lo dijo el economista Manfred Max-Neef. No es el tiempo de la postración ni del silencio cómplice.
Nos recetan para que aceptemos los azotes como una manera del destino y de la resignación. Bien lo decía el abolicionista Frederick Douglass: “Para tener contento a un esclavo es necesario que no piense. Es necesario oscurecer su visión moral y mental y, siempre que sea posible, aniquilar el poder de la razón”. Hay pueblos que no se dejan aniquilar.