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Los cultivos de coca son la última fase de la colonización campesina de la periferia del país y proveen sustento a unas 100.000 familias, que no encontraron tierras dentro del territorio integrado a la economía legal ni oportunidades de empleo y servicios sociales. Ellos proveen la materia prima barata de una industria multinacional compleja, dominada por los carteles mexicanos, que ya operan directamente en el suroccidente y nororiente del país, en la cual las mayores ganancias se concentran en los últimos eslabones de la cadena productiva, como la estructuración financiera del lavado de activos en paraísos fiscales. La guerra contra el narcotráfico solo puede ganarse al tomar por asalto las sucursales de los grandes bancos en los paraísos fiscales del mundo, empezando por Suiza, Hong Kong y las islas coloniales donde los ricos del mundo desarrollado esconden las ganancias oscuras de las miradas de sus gobiernos.
Los mercados ilegales son capaces de generar y distribuir ingresos de subsistencia a poblaciones marginales donde no existe infraestructura productiva ni una red social de servicios estatales básicos, como seguridad, justicia, títulos de propiedad, vías, salud y educación, sin los cuales el Estado no crea las condiciones para generar esos ingresos. El dilema para los cultivadores campesinos es escoger entre subsistencia y legalidad, mientras el dilema para el Estado colombiano es revertir el poblamiento de la periferia o continuar la guerra química para seguir impulsando las resiembras de manera circular e indefinida, tratando a los campesinos como enemigos hasta convertirlos en la retaguardia social de los carteles armados.
Ocurre que esa periferia selvática a la cual se expulsó esa población sobrante de las regiones de latifundio ha cobrado una importancia crítica como última barrera de contención del cambio climático, por su absorción de carbono y regulación de los ciclos del agua, y que la única alternativa a la deforestación de la periferia es hacer una verdadera gestión del territorio productivo, con una redistribución de la población rural dentro del mercado agrario y acceso a tierras fértiles ya incorporadas a la infraestructura y los servicios del Estado. Revertir la colonización y preservar los santuarios selváticos son las únicas alternativas sensatas para hacer que Colombia aporte su contribución a la adaptación al cambio climático irreversible que ya comienza a hacer estragos en el mundo.
Continuar por inercia la idea de desarrollar la periferia con la colonización campesina, en vez de preservar sus funciones ecosistémicas, es una equivocación excesivamente costosa, pues llevar infraestructura y servicios estatales a la selva tiene costos ambientales crecientes y rendimientos decrecientes a medida que se aleja de los mercados, mientras que formalizar y distribuir mejor la tierra donde el Estado ha invertido por décadas es mucho más económico y decisivo para el desarrollo.
Ni siquiera es suficiente la idea simple de la sustitución de cultivos, condenada al fracaso si el territorio no está integrado a mercados competitivos, sino que hay que pensar en un ordenamiento adecuado de la población en el territorio, como se deriva del enfoque territorial adoptado en el Acuerdo de Paz, que ofreció una solución de política agraria a los cultivos ilícitos.