Glifosato: antiético, ineficiente y costoso

Arlene B. Tickner
03 de julio de 2019 - 02:00 a. m.
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Las advertencias oficiales sobre la inminencia de la fumigación con glifosato han provocado un nuevo ciclo de debate en torno a la contundencia de la evidencia científica sobre la afectación de este químico a la salud humana. La ineficiencia de la aspersión también ha sido comentada.

Si bien las cifras de cultivos ilícitos en Colombia sugieren, por lo general, una correlación positiva entre la erradicación aérea y manual, y la disminución de las hectáreas de coca, se trata de logros temporales que se minimizan con la resiembra, la adaptación de los cultivadores para minimizar los efectos del glifosato y el efecto globo. De allí que la misma Oficina de Contabilidad del Gobierno (GAO por su sigla en inglés) estadounidense haya concluido que la fumigación no constituye una herramienta efectiva en el mediano y largo plazo.

Igualmente relevante pero menos discutido es el costo. Según un Conpes en borrador que el gobierno Santos no concretó, el de erradicar una hectárea de coca por aspersión aérea es de $72 millones, versus $23 millones por erradicación manual. Así, entre 2005 y 2014 el costo de las 1’110.601 hectáreas fumigadas ascendieron a la inverosímil suma de $79,9 billones. Si bien la fumigación de una sola hectárea puede costar menos —los economistas Daniel Mejía y Pascual Restrepo la calcularon en $7’200.000 en 2013—, tanto Mejía como Juan Carlos Garzón, de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), han estimado que la erradicación permanente de una exige fumigar entre 20 y 32 hectáreas. Hay además costos indirectos, entre ellos las demandas ciudadanas presentadas contra el Estado colombiano por afectaciones generadas por el glifosato, que suman a casi 300, y la de Ecuador, que llevó al pago de una indemnización de US$15 millones.

El carácter antiético, ineficiente y costoso del glifosato hace indefensible su uso —por no mencionar su afectación del Acuerdo de Paz—, pero es poco práctico desconocer las presiones externas, sobre todo de Estados Unidos e internas que existen para “hacer algo” por frenar la explosión de coca en Colombia.

Por más “soñado” que parezca, la compra estatal de las cosechas de coca atendería la necesidad política inmediata de reducir los cultivos ilícitos a la vez que allanaría el camino para implementar estrategias sostenibles de largo aliento, y a un costo mucho menor, como sugiere un simple ejercicio aritmético. Según Unodc, en 2017 hubo 167.400 hectáreas de coca, cuyo rendimiento anual promedio era de 5.600 kilos de hoja fresca por hectárea. Cada kilo de hoja de coca tenía un valor de $2.100; es decir, el producido por hectárea ascendía a $11’760.000. Si el Estado colombiano hubiese comprado la cosecha entera del país le habría costado unos $1.969 billones, una cuarta parte de lo que gastó anualmente durante el ápice de las fumigaciones.

Esta “prepolítica” de desarrollo alternativo permitiría controlar el mercado de la coca y acompañar el tránsito permanente de los cultivadores a la legalidad. Para evitar los incentivos “perversos” típicos de los subsidios, tendría un cronograma estricto —que podría ser de cinco años— para hacer llegar los servicios básicos del Estado —que escasean en las principales zonas cocaleras— y desarrollar otras actividades productivas, entre ellas la industrialización de la coca, aprovechando experiencias propias y ajenas, como las de Bolivia y Perú. Más allá de la falta de voluntad política para considerarla, la idea no es nada descabellada.

*Directora de Investigación de la Facultad de Ciencia Política, Gobierno y Relaciones de la Universidad del Rosario.

 

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