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En la última reunión del programa docente del cual hago parte, uno de los especialistas más reconocidos en el estudio de economías campesinas recordó dos sobrevuelos en helicóptero por los alrededores del parque nacional natural de Chiribiquete. El uno llevó a Víctor Carranza a soñar con que a toda esa extensión selvática la cubriera el blanco que reflejarían los lomos de sus vacas. El otro le inspiró al expresidente Álvaro Uribe la multiplicación de los centelleos verdes que emitirían interminables filas de palma aceitera.
Dos proyectos para expandir los que David Attenborough llama “hábitats muertos” debido a que sustituyen escenarios de vida dentro de los cuales la sostenibilidad ambiental depende de la diversidad de especies animales y vegetales, por espacios de monocultivo cuyos riesgos climáticos o de plagas se enfrentan mediante innovaciones genéticas o agronómicas sujetas a la falibilidad humana. Tanto a la añoranza blanca como a la verde las apuntalan nexos familiares entre la representación uribista en el Congreso y la de los respectivos gremios.
En el libro Esclavitud y libertad en el valle del río Cauca se lee que en esa región la fumigación aérea promovió la expansión de cañaduzales industrializados, esterilizando las pequeñas fincas mediante las cuales el campesinado negro había logrado su bienestar al combinar huertas de pancoger con cultivos de café bajo la sombra de yarumos y matas de plátano. Este suceso histórico merece reflexión ahora cuando el Gobierno del presidente Duque insiste en la aspersión aérea de glifosato para continuar la guerra contra las drogas.
A colonos y campesinos se les ha empujado para que amplíen la frontera agrícola tumbando selva. Hay una conciencia perversa a propósito de que el aislamiento geográfico no solo impide la viabilidad comercial de los cultivos alimenticios, sino que incentiva la coca. Fumigarla también es acabar con una subsistencia basada en siembras de plátano, yuca, maíz, arroz y frutales, y por esa vía fomentar el destierro y la consecuente concentración de la propiedad. Estas alternativas riman bien con otras estrategias a las cuales apela el Centro Democrático: i) saboteo del punto uno del acuerdo de paz, referente a la reforma rural integral; (ii) la negativa del presidente Duque de “apoyar la Declaración de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Campesinos, aprobada por la Asamblea General en noviembre de 2018”, y (iii) los obstáculos interpuestos para la consolidación de las zonas de reserva campesina.
Ariel Ávila señala cómo a la reducción de las zonas cocaleras por aspersión aérea le corresponde el aumento de los precios internacionales de la cocaína. Los beneficios para lavadores de dinero y banqueros darían para pensar que la treta que se aplica desde los años de 1980 está poco encaminada a la erradicación. A partir de la perspectiva de los cafetales antioqueños, ese propósito también parece poco creíble: allá hoy en día prosperan microtráfico y masacres, consecuencia de lo que podría ser una inducción planificada hacia el consumo de marihuana y bazuco. Los recogedores de café trabados son más eficientes que quienes se abstienen. ¿Lección relacionada con los antecedentes de la guerra contra las drogas en el decenio de 1970? El auge de las adicciones en los Estados Unidos dependió del regreso de los soldados que habían peleado en Vietnam y descubierto que drogados toleraban los horrores de la guerra.
Como sucede con tantas de las políticas de estos años, el séquito de Uribe, Duque y los gremios cree que los ciudadanos somos imbéciles incapaces de distinguir la mentira. Fumigarán para coadyuvar en la expansión de hábitats muertos.
#YoApoyoAIvánCepeda
* Profesor, Programa de Antropología, Universidad Externado de Colombia.