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El Ñeñe Hernández era “un gran señor” —dictamina Lafaurie—, simpatiquísimo y de buena familia —según nos lo explica el Ejército a través de un comunicado—. No lo digo con ironía: todos esos elogios son ciertos, lo que constituye acaso uno de los aspectos más tenebrosos de este escándalo mayúsculo que nos está transmitiendo una radiografía de las estructuras de poder de la sociedad colombiana. El que sean ciertos me sugiere tres implicaciones de la Ñeñepolítica que no han concitado hasta ahora la atención que merecen.
La primera es lo fallidas que resultan en la sociedad actual las jeremiadas del conservatismo tecnológico. Cuántas veces no hemos oído que Twitter es desapacible, extremista y/o populista, que transmite odios, que hiere sensibilidades. Una vez más, es difícil poner en duda tales aserciones. Pero no hay que caer en la documentación selectiva. Hay otra cara de la moneda. Para decirlo de la manera más simple posible: las redes sociales son (también, a despecho de sus obvias características odiosas) un gran espacio de libertad. En donde mentes inquisitivas pueden no sólo hacerse oír sino encontrar la documentación que necesitan. La Ñeñepolítica fue descubierta por Gonzalo Guillén y Julián F. Martínez, dos estupendos periodistas que difícilmente hubieran podido hacerse oír en otro ámbito. Gentes como el Ñeñe tienen amigos lo suficientemente poderosos como para bloquear o al menos desviar y demorar las investigaciones en su contra. No tomen esto como una aserción truculenta. El hecho es que el Ñeñe llevaba años investigado por crímenes gravísimos, y mientras tanto casi nadie lo tocaba —por el contrario, acumulaba cada vez más poder— y el Ejército lo transportaba en aviones y helicópteros porque “con usted, pa las que sea”.
Lo que me lleva a la segunda cuestión: la alianza estratégica de estos “grandes señores” con distintas agencias civiles y armadas del Estado. Como suele suceder con el efecto de la carta robada, aquí todo está a la luz del día. El Ñeñe “fue convocado a una reunión de seguridad con ganaderos y comerciantes”, dice el Ejército. Era “conocido” como ganadero y por pertenecer a una “familia tradicional”. Piense por favor el lector en lo que esto significa: en general y en particular para los colombianos que no son ni tan conocidos ni tan tradicionales. ¿Resultan peligrosos? Parecería que sí, a juzgar por la lista de medios y periodistas de “oposición” confeccionada por el propio Ejército. Pero, entonces, ¿qué tan pública es nuestra Fuerza Pública? Estoy seguro de que muchos oficiales y soldados sentirán su honor ofendido por el hecho de que los vehículos del Ejército fueran usados para transportar a una persona que en ese momento estaba ya acusada de homicidio, narcotráfico y otras lindezas. Pero este no es ni de lejos un hecho casual. Aquí hay toda una sociología de la seguridad, del poder político —que también se puede encontrar en tantos otros episodios coloridos—, del éxito a través de conexiones.
Lo que me lleva a la tercera y última observación. El Ñeñe era, sí, un personajón según ciertos estándares: casado con reina, billonario, entrador. Además, tendremos que convenir en que es una víctima. Como los Castaño, como Mancuso, como muchos otros… La forma violenta y agresiva en que logró su crecimiento y expansión puso a muchas personas, entre otras a él mismo, en riesgo. Y por eso aquí la moneda también tiene otra cara. Aparentemente mandó matar a un tipo a quien él —el Ñeñe— debía mucha plata. Estaba metido en toda clase de negocios turbios, incluido el narco. Sabía bien lo que era la violencia. Acaso la disfrutara. Ha habido decenas, cientos de gentes con precisamente este perfil, metidas hasta el cogote en la política —la del uribismo, sin duda, pero también la de otros proyectos, civiles y armados—, haciendo negocios, quitando y poniendo, eligiendo y haciéndose nombrar.
No: no se trata de un hecho aislado.