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Cuando Kevin Whitaker recibe delegaciones de Estados Unidos en Bogotá, me contaron algunos de los que vivieron su tieso agasajo, le gusta hacer un comentario introductorio en el que recuerda que él es el segundo embajador en la historia que lleva más tiempo destacado en esta misión tropical.
El comentario en tono arrogante es un abrebocas del talante de una embajada controladora de a dónde van, con quiénes hablan y qué hacen los estadounidenses que vienen al país. Una embajada que hoy se cree también con el derecho de decirles a congresistas colombianos cómo votar proyectos de ley y a magistrados colombianos cómo fallar decisiones judiciales. Una embajada desde donde la DEA ha lanzado una estrategia de entrampamiento judicial contra la JEP y el proceso de paz.
Es cierto que Whitaker lleva mucho en Colombia y por eso es hora de que el embajador se vaya. Porque detrás del intervencionismo sin precedentes que desde la embajada gringa se cocina puede haber menos de estrategia y más de disfunción diplomática.
Una disfunción que arranca con la razón misma de que Whitaker lleve en Colombia tanto tiempo. Whitaker, nominado por Obama en el 2013 a la embajada en Bogotá, fue relegado del proceso de paz cuando Obama mismo nombró a Bernie Aronson como enviado especial a las negociaciones en La Habana. Ese desplante tuvo el tiempo de hacer metástasis en el ego herido de Whitaker gracias a que el primer nominado por Trump para reemplazarlo en Bogotá, Joseph Macmanus, fue bloqueado en el proceso de aprobación del Senado en Estados Unidos por el mismo Partido Republicano.
En ese entonces Adam Isacson, analista estadounidense de temas colombianos, comentó que era una muestra de la “disfunción de Washington” en la era Trump. Un despelote que se rebosó en Foggy Bottom, en el Departamento de Estado, de donde fueron despedidos experimentados diplomáticos, adonde llegó el petrolero Rex Tillerson, que nunca supo dónde estaba parado, y donde duraron meses vacantes puestos claves, como la Subsecretaría de Estado para América Latina.
En ese vacío creció el talante imperial de nuestro hoy embajador. Pero no podría crecer solo por el caos en Washington. En la sabana bogotana encontró dos fertilizantes claves que hoy le permiten jugar con nuestra soberanía. Uno en el búnker de la Fiscalía de Néstor Humberto Martínez y otro en la Casa de Nariño de Duque.
De Martínez sabemos que es capaz de sacrificar cualquier cosa —si sacrificó a su amigo Pizano, qué es la soberanía judicial— para avanzar en su agenda personal; en este caso, cualquier cosa que distraiga de sus líos con Odebrecht. De Duque sabemos por ahora más de su americanismo que de su colombianismo.
¿Qué estarían pensado los padres de la patria —no Jefferson ni Washington, presidente— cuando 200 años después de nuestra independencia carecemos de un Gobierno capaz de hacerle frente a un simple embajador llevado de su parecer que humilla nuestra soberanía nacional?
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