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Es un lugar común decir que las pesquerías están agotadas, y mostrar que el río Magdalena producía 80.000 toneladas hace medio siglo y hoy apenas 15 o 20.000, incluyendo piscicultura en embalses y captura de invasoras. Los datos no son optimistas y los miles de familias que viven en las riberas y dependen cada día de un pez para comer enfrentan el hambre y la pobreza.
Pero un trabajo sencillo con las comunidades de algunas ciénagas cercanas al municipio de Yondó demuestra lo contrario: los sistemas bioculturales de los humedales, es decir, la cultura anfibia, persisten y tienen todas las posibilidades de restaurar el ecosistema y construir sostenibilidad. El agua, la selva y la dignidad son fuente de resiliencia.
Durante los últimos tres años, WCS, Ecopetrol y la Fundación Santo Domingo han trabajado en llave con las asociaciones de pescadores de Bocas del Carare, San Rafael de Chucurí y, más interesante aún, de mujeres de Bocas del Carare (Asomucare), diestras navegantes de piragua y ecólogas naturales del bagre rayado.
Su gran conocimiento es fuente de nuevas perspectivas de regulación pesquera en esta región de aguas selváticas que serán acatadas por ser del interés de toda la comunidad, como lo han demostrado numerosos economistas institucionales; está en juego el bienestar. Los resultados son esperanzadores.
El bagre rayado, especie endémica y simbólica de la cuenca, aún se considera amenazado en el Libro rojo de peces de Colombia, pero tiene en los pescadores los mejores aliados. Conocemos con ellos sus ciclos alimenticios y reproductivos, sus hábitos migratorios, su comportamiento social y todo ello monitoreado con sencillez y bajos costos por la misma gente en asocio con algunos investigadores. La declaratoria de vedas de pesca concertadas se ha reflejado ya en un aumento de la población de peces; así de generosos son los ecosistemas inundables.
Una buena noticia en paralelo es la creación de la Confederación Colombiana de Pescadores Artesanales, un nuevo esfuerzo de asociatividad de uno de los grupos sociales más vulnerables y más perseguidos en un país de desecadores: en el ADN del conflicto colombiano está inscrita la memoria de persecución de líderes de la Anpac durante sus más de 30 años de existencia.
Otra, la reconstitución de la Aunap (Autoridad Nacional de Acuicultura y Pesca) como agencia de políticas públicas del sector, aunque mucho más débil que el anterior INPA, destruido en 2003 con las reformas que también diluyeron el Ministerio de Ambiente. El avance, la declaratoria de áreas de reserva pesquera, una inesperada iniciativa de conservación productiva.
En el posconflicto también los pescadores pueden ser los mejores administradores de las ciénagas y ríos, como los campesinos de los bosques. Reconocer esto como estrategia de desarrollo rural integral implica compensarles con inversiones públicas para construir una Colombia con equidad a partir de la gestión colectiva y compartida del territorio, sin entrar necesariamente en conflicto con otras opciones productivas. Salvo que persista la lógica medieval o mafiosa con la que se ha “pensado” este país.