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Carmenza y Margot* no van a leer esta columna. Ellas no leen columnas, no leen periódicos, no leen libros, aunque saben leer porque una terminó la primaria y la otra llegó al bachillerato, pero viven en el campo en donde el trabajo es duro y constante y la lectura escasa. Carmenza es soltera, tiene 19 años y vive en una vereda no lejos de Bogotá. Se levanta a las dos de la mañana porque debe ordeñar 30 vacas, trabajar en la finca que cuida su padre y hacerlo todo rápido y sin chistar para que el hombre no le diga lo de siempre: que es bruta y no sirve para nada.
Margot está casada, tiene dos hijos y se levanta con el canto del gallo a preparar la leña y el fogón y organizar el desayuno de la familia. Lava los platos, sale a ordeñar también, pasa la mañana dándole al azadón o haciendo lo que se requiera en el cultivo a la par con su marido y luego corre a preparar el almuerzo mientras él descansa un poco. El descanso de él es más trabajo para ella. Margot y Carmenza son vecinas de la misma vereda y viven en el mismo país en el que vivo yo, pero su mundo parece muy distante, como si habitaran en un pasado lejano.
Carmenza cuida a diez perros que ha recogido porque alguna gente de la ciudad cuando se cansa de sus mascotas las deja abandonadas lejos de su casa, en donde no estorben. Ella rescata a esos perros, los cuida, los cura si han llegado heridos y les comparte sus precarios recursos. Aunque ella me dice “no” cuando le pregunto si tiene algún sueño, ya me contaron que en el fondo quisiera estudiar veterinaria, pero esa ilusión ni se atreve a contemplarla en medio del quehacer que no da tiempo de nada.
Margot ya es abuela a sus 36 años. La maternidad suele llegar pronto y sin alternativa en el campo colombiano. Ella hubiera preferido que su hija estudiara y no fuera madre tan joven como ella, pero la vida decidió otra cosa y hoy tiene una nieta que sonríe en sus brazos mientras yo me pregunto cuál será el futuro de esa niña y si seremos capaces de heredarle un país mejor. Margot no me cuenta lo que ya se sabe por todos lados: su marido intentó matarla alguna vez y luego quiso suicidarse. Ni la mató ni se suicidó, pero el veneno que se tomó el hombre le dejó una lesión grave en la garganta que ha implicado muchos viajes al hospital, muchas filas, mucho sentirse incapaz ante un sistema de salud poco amigable con los más vulnerables. A su lado siempre Margot que lo cuida, lo atiende, lo lleva y lo trae.
Alguna vez, cuando recién conocimos a Carmenza y luego de almorzar en la mesa de mi familia ella comenta que nunca antes había comido con tenedor. Cuchara sí, pero lo del tenedor es novedad. Eso me sorprende. Habla poco, sonríe de vez en cuando y a veces suelta frases certeras para enfrentar asuntos cotidianos porque a pesar de su juventud goza de la sabiduría popular: “hay que ponerle pomada caliente a la perra”, y con eso resuelve un lío que armó el veterinario.
Muchas mujeres aspiran hoy a la Presidencia, pero en el campo colombiano hay miles que ni siquiera saben que pueden aspirar a algo. Mujeres que ni se permiten soñar porque todavía no saben que la Constitución dice que todos somos iguales. A ellas en sus casas les toca trabajar el doble, dormir menos y no planear mucho porque no son dueñas de sus destinos.
Mientras veo a Carmenza tomar camino loma arriba enfundada en sus botas pantaneras y a Margot arriar la vaca para el ordeño, pienso cuánto les debemos a mujeres como ellas que ponen comida en nuestros platos, que sostienen la estructura del campo colombiano, que construyen futuro para todos sin saberlo, que soportan un pedazo crucial de este país. Pienso lo poco que sé de la vida real y lo fácil que se habla desde la ciudad. Es mucha la deuda con ellas y grande el atraso que tenemos para que la equidad sea de verdad. Las veo y con mucho pudor comienzo a escribir en mi cabeza esta columna que ellas no van a leer.
*Nombres cambiados para proteger privacidad.