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Hace varios meses comenzaron las protestas en Hong Kong provocadas por un proyecto de ley que establecería la extradición. El asunto evolucionó, pasó de la protesta pacífica a la violencia y, si bien el proyecto fue retirado por las autoridades, surgieron cuatro nuevas demandas: llevar a cabo una investigación independiente sobre el uso de la fuerza por parte de la policía, decretar una amnistía para los manifestantes arrestados, no denominar las protestas como disturbios e implementar el sufragio universal.
Todo lo sucedido es inédito y de por medio está el excepcional estatus de Hong Kong como Región Administrativa Especial de China, que goza de una amplia autonomía, pero dentro de la soberanía de la República Popular. En la práctica se trata del desarrollo de lo acordado entre Beijing y Londres que llevó a la devolución de ese territorio por parte de los ingleses en 1997. El gobierno chino está atento a lo que suceda dentro de sus fronteras y ha movilizado tropas, pero hasta ahora se ha mantenido prudentemente alejado. Occidente, por su parte, observa con preocupación el desarrollo del problema y hace esfuerzos, no siempre claros, para no intervenir en estos asuntos internos, intervención que haría escalar la situación a niveles insospechados.
Sobre el impacto de los hechos, son notorios los daños a la infraestructura, a los bienes públicos y privados y, naturalmente, a la economía que ya comienza a resentirse. Se habla de pérdidas, de estancamiento y de recesión. Los observadores empiezan a detectar movimientos de capitales hacia Singapur, Australia, Canadá, Taiwán y Estados Unidos. Todo esto hace inevitable recordar cómo fueron las negociaciones a mediados de los 80 y los efectos que siguieron al acuerdo final.
El hecho protuberante es que la isla de Hong Kong era británica y sobre ello no habia duda. Tambien era cierto que la isla no podía sostenerse sin los nuevos territorios que estaban arrendados a Inglaterra hasta 1997 y sobre los cuales China exigiría la devolución. Frente a lo inevitable, lo que uno respiraba en el ambiente, lo que conversaba con hongkoneses, chinos, británicos y residentes extranjeros, giraba sobre una pregunta: ¿qué es lo que se está negociando? Sin duda se buscó una salida pragmática y honorable para los involucrados, que se plasmó en la fórmula de “un pais, dos sistemas”. Con ello, Deng Xiaoping abrió la posibilidad de alcanzar una solución para algo más importante que Hong Kong: Taiwán. Y Thatcher, por su lado, pudo dejar a salvo el honor británico.
Frente al telón de fondo del acuerdo hubo dos escenarios. El primero eran los valores democráticos de Occidente que se resguardarían por medio siglo a partir del 97. Su evolución se condensa en un reciente artículo de The Economist que hace esta comparación: “Singapur, en pocas palabras, ha sido una democracia iliberal; Hong Kong una autocracia liberal”. Y el segundo no era otro que la dependencia de China del puerto, del comercio y del sistema financiero de Hong Kong. Pero las realidades de hoy le han dado un vuelco notable a aquellas circunstancias pues los desarrollos en el delta del río de las Perlas cambiaron todo el panorama: hoy es Hong Kong el que en definitiva depende de China. Por eso su futuro será el que decidan los hongkoneses que tendrán que decidir entre la política y la supervivencia. Mientras tanto, Beijing parece dispuesto a esperar y a esperar. Sin embargo, dado que de por medio está el tema tan sensible de la unidad nacional, las aguas, aunque todavía tranquilas, están aposadas y pueden desbordarse en cualquier momento.