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El enemigo es el que es y no es suficiente conjurarlo en las palabras. Eso quiere decir que, al prepararse para una batalla, no solo debe mirarse la grandeza del otro, sino también la pequeñez propia. Invitar a una lucha implica también la honestidad de reconocer el tamaño de los retos y de los errores, y alistarse para tal contienda.
La llamada izquierda latinoamericana está pasando un mal momento. Bueno, no toda la izquierda: la Bolivia de Evo y el Ecuador de Correa mantienen cierta legitimidad política y estabilidad económica. Incluso la eternamente pobre Nicaragua no enfrenta los agites políticos propios de la región. Pero el Brasil de Dilma y la Venezuela de Maduro muestran no solo la real capacidad de la derecha para movilizar(se), sino, ante todo, los errores de la llamada izquierda.
Una de las cosas que me sorprendieron en Venezuela hace un par de años es la incapacidad autocrítica del Gobierno de Maduro. Es parte de ese afán infantil por responsabilizar al otro de todos los males y, lo peor, de considerar que la sociedad puede ser convencida con mentiras tan frágiles.
En el caso de Brasil, el PT era consciente de los niveles y riesgos de corrupción. Aunque sean injustas las medidas tomadas contra Dilma, la responsabilidad por acción u omisión de la izquierda en el poder no puede relativizarse ni mucho menos negarse con la excusa de las trampas, por demás esperables, de su enemigo. Como diría Marx: “no basta decir, como los franceses, que su nación fue sorprendida”, aclarando que a una nación no se le puede perdonar la hora de descuido.
Nepal, Mindanao (Filipinas), Aceh (Indonesia) y Nicaragua son cuatro ejemplos de un mismo problema: después de largas jornadas de lucha armada, ya sea por negociaciones de paz o por la violencia, los insurgentes tomaron el poder (en el nivel nacional, en el caso de Nepal y Nicaragua, y en el nivel regional, en los casos de Mindanao y Aceh) y fracasaron en su gestión.
El problema central fue el del día después, cuando las consignas no significan necesariamente un plan de gobierno, cuando las buenas intenciones no encuentran una buena expresión en las decisiones económicas; estos desafíos los vivimos recientemente en las revueltas de Túnez y en el gobierno de Morsi en Egipto.
La corrupción, que no es menos perversa cuando se hace desde la izquierda ni desde los movimiento sociales; el clientelismo, que tampoco es menos porque se haga desde los partidos de izquierda; la ineficacia administrativa, que no es menos dañina porque se ejecute desde gobiernos llamados progresistas, son tres de las muchas plagas que la izquierda no enfrenta y que la hacen terriblemente parecida a la derecha.
El ciudadano de a pie, ese que cifra sus esperanzas en un gobierno de cambio, ese que vota en España y en Grecia contra quienes lo ahorcaron, no puede recibir como respuesta, simplemente, las fortalezas del contrario como excusa.
Empezar una lucha política del tamaño y de la naturaleza que sea también implica tener la responsabilidad de avizorar los riesgos y prepararse para los nuevos retos. La hora de descuido de que nos advierte Marx es, entonces, también culpa propia. La paleta de la izquierda en el poder está sazonada de personalismos, expulsiones, discursos acríticos, paranoias, todo adosado con acusaciones a terceros. Culpar al otro no sirve; prepararse para los retos reales y asumirlos con responsabilidad sería lo ideal.