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No sé cuál es el nombre jurídico de la ley del embudo, pero es un mecanismo que atenta contra la imparcialidad, contra el concepto racional de la justicia y la urgencia de verdad que tiene el pueblo colombiano. Y me refiero concretamente al proceso judicial en el que el senador Iván Cepeda pasó de acusado a víctima, y el exsenador y ex privado de la libertad Álvaro Uribe, ya no sabe qué más hacer para desacreditar al defensor de derechos humanos que se atrevió a bajarlo de su pedestal de barro.
Nueve años de investigaciones judiciales y disciplinarias parecen irrelevantes a los ojos del Fiscal Gabriel Ramón Jaimes, quien debería haberse declarado impedido desde el principio, ya que Ramiro Bejarano -apoderado de la víctima- lo tenía penalmente denunciado. No hay que ser el fundador del derecho romano para ver que ahí hay un conflicto de intereses.
No se puede (no se debe) ser el fiscal delegado ante la Corte Suprema de Justicia, y ser intensamente acucioso en desempolvar, inventar, acomodar o reconstruir a su antojo supuestas pruebas que busquen hundir al Senador Cepeda, y -simultáneamente- laxo y olvidadizo a la hora de examinar las evidencias que señalan las responsabilidades del Señor Uribe.
Urdidos por la defensa del expresidente, contra Iván Cepeda han desfilado reconocidos narcotraficantes y paramilitares. Sus testimonios se han desbaratado en los interrogatorios hechos por los magistrados de la Corte, pero nada de eso parece importarle al Fiscal Jaimes. Es como si a los delitos de soborno y fraude procesal se los hubiera comido la manigua de la corrupción, de los más oscuros intereses, o el miedo a los patíbulos no identificados.
Esta historia viene desde el 2012 y por ella han transitado, disparado, amenazado o desaparecido toda suerte de actores y escenarios: los interminables potreros de la hacienda Guacharacas -ubicada en el municipio San Roque, Población Providencia- propiedad de la familia de Álvaro Uribe y atravesada por un río, un gigantesco tubo de gasolina y una carrilera de tren; horribles estructuras paramilitares aparentemente creadas allí por los Villegas, los Gallos y los Uribe Vélez, para defenderse del ELN; abogados que han representado a los miembros de la criminal Oficina de Envigado; 20 falsos testigos contra Cepeda, incluidos alias Víctor y el señor Areiza, a quien asesinaron a los 2 meses de salir de la cárcel; el abogado Molina quien podría ser la versión primigenia del Diego Cadena de hoy; atentados contra Monsalve, hijo del mayordomo de la finca, a quien Amnistía Internacional tuvo que darle protección para salvarle la vida.
Uribe ha hecho todo lo posible para sacarle el quite a la justicia, pero el trabajo de la Corte sigue siendo válido, con o sin investidura de Senador.
El fiscal se ha dedicado a buscar pruebas contra Cepeda, y a hoy, “solo una de cada seis pruebas apunta a obtener o profundizar información sobre Uribe”.
La defensa del expresidente pretende judicializar a Iván por haber sido facilitador en acercamientos con el ELN, y se le rotula por llevar a la cárcel a los militares que en 1994 asesinaron a su padre, el Senador Manuel Cepeda.
El 6 de marzo el fiscal Jaimes hará su pronunciamiento, el juez lo evaluará, y sabremos si el caso contra Álvaro Uribe sigue el camino de la preclusión o de la acusación.
Mejor dicho, sabremos si todavía quedan posibilidades de creer en la Justicia, o si el expresidente más peligroso que ha tenido Colombia seguirá manejando el país a su antojo, de cabeza al precipicio.