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Me disculpo con las personas creyentes, pero desde joven pensé que la Virgen María embarazada significaba José cornudo. Algunas infidelidades toman por sorpresa a todo el mundo, hasta a sus protagonistas.
El matrimonio con Catalina andaba mal, según Ricardo, cuando apareció Adriana, una despampanante estudiante de Derecho, asistente del despacho donde él trabajaba. El ambiente era peculiar: un senior partner, donjuán empedernido, terminaba reuniones con sesión de chistes machistas o recuento de hazañas extraconyugales.
Nelly, secretaria de Ricardo, la más organizada y eficiente que tuvo en su vida, era incómodamente servicial. Su tono paisshita lo ponía nervioso: alguna vez le alcanzó a susurrar tomándolo del brazo: “Vea, doctooor, yo aquiií estoy para atendeeerlo”. Por fortuna ella mantenía un romance con el antiguo jefe. Así, los cafés sin azúcar pero con mucha dulzura no pasaron a mayores. En esa división trabajaban con Ricardo sólo mujeres, cinco en total. Una era tan poco agraciada, tan agria e insoportable que lograba resaltar cotidianamente la juventud, frescura y belleza de Adriana, quien acababa de cortar con el novio. Hubo, él lo reconoce, amagos mutuos de flirteo. Adriana, emprendiendo entusiasta cualquier tarea —”¡claro, esto me fascina!”— y riéndose de los apuntes más bobos. Él, evitándole trabajo aburrido, calibrando sus chistes y dejándola irse temprano.
Una tarde, Ricardo salía del parqueadero y Adriana estaba esperando taxi. Nunca se supo si ese encuentro fue coincidencial o premeditado. Le pareció lógico preguntarle si la acercaba. Ella se subió sin dudarlo, no habló mucho en el camino, pero le propuso que tomaran algo. Con el capuchino al frente, el coqueteo fue frontal. A la salida, el gesto galante de abrir la puerta derecha dio pie para que acabaran besándose.
Ricardo quedó fuera de base. No sabía si sentirse mal o agradecer ese ciclón de aire fresco. Dejó a Adriana en la casa y se fue a su apartamento. Catalina no estaba, pero era obvio que los nervios, el cosquilleo y rubor que no cesaban lo pondrían en aprietos. Cuando entró la cornuta ma non troppo, Ricardo puso cara de acontecimiento. “Me acabo de besar con otra, tenemos que hablar”. Fue la primera vez que Catalina tomó en serio la crisis matrimonial. El romance con Adriana fraguó en medio de papeleos, sociedades conyugales y terapista.
Joaquín fue jefe de Ricardo en su paso por la burocracia estatal. “Su horario era demencial. Reuniones, comités, Congreso y asuntos protocolarios todo el día. El jefe llegaba a trabajar a las seis de la tarde. La trasnochada era casi cotidiana”. Cuando el documento “urgente para mañana a las nueve” era corto, al terminarlo Joaquín sacaba una botella de whisky y empezaban a jugar Diplomacy. Los participantes eran cinco o seis hombres, todos casados, ninguna mujer. En las respectivas casas, Aracely, la secretaria de Joaquín, ya había avisado que el doctor llegaría tarde otra vez. Algunas esposas debieron sospechar que las demoras se debían a juegos más picantes. Ricardo sonríe: “Nada más zanahorio que esas trasnochadas”.
Joaquín compartió casi dos años de almuerzos, reuniones, viajes cortos y largas charlas con Ricardo, que nunca se sintió ante el macho que aprovecha su posición para conquistar. Siendo bien plantado, jamás se le oyó un chiste pesado o echar una mirada coqueta a ninguna de las mujeres que trabajaban con él. Benavides, chofer de Joaquín, no tenía registrada ni una sola dirección sospechosa. Aracely, que supervisaba los recorridos de ese carro oficial desperdiciado, ponía su mano en el fuego por el jefe, llamaba con toda tranquilidad a su casa varias veces al día.
Años más tarde, en el juego más arriesgado de su vida, Joaquín le dejó un corto mensaje a su esposa de más de 30 años. “Sabes que siempre fui apostador. Este juego se acabó”. Y se fue con una joven costeña.
Carlos y Paula se conocieron empezando la universidad. Ella, de familia rica, vivía en el exterior y pasaba vacaciones en Bogotá. No era atractiva, más bien callada, introvertida y cero coqueta. Había que explicarle muchos chistes. Tenía incluso un deje de acento gringo por su high school. El noviazgo a distancia funcionó durante años y Carlos lo manejó sin deslices. Apenas graduado se casó y vinculó laboralmente con la familia política. Vivieron en una casa sabanera. Trabajador y muy buen papá, era él quien se levantaba a hacerles desayuno a los hijos y llevarlos al colegio. Con el desorden del Caguán decidieron emigrar. El sueño de muchas parejas de esa edad, construir una gran casa suburbana a la medida de sus caprichos, con jardín y piscina, con el respaldo de una buena chequera, terminó siendo la pesadilla de Carlos. Sin saber a qué hora, Paula se enamoró del contractor, despachó a su esposo y empezó una nueva vida.
Feliz Navidad, cuando tanto duelen las infidelidades.